La portada de uno de los más prestigiosos semanarios, The Economist, en su más reciente edición lleva impreso el rostro del jefe del gobierno chino, mientras asegura que Xi Jinping se ha convertido en el hombre el más poderoso del planeta. El editorial y una buena cantidad de investigaciones en el interior de la revista inglesa destacan la colosal influencia que este líder ha logrado acumular en los asuntos mundiales. El reconocimiento de Donald Trump de tal condición no es lo que priva en esta calificación, debido a la limitada inclinación analítica que el presidente de Estados Unidos parece exhibir desde su llegada a la Casa Blanca. Es el propio esfuerzo desplegado por Xi en la escena internacional lo que lo ha hecho acreditarse la condición del más influyente a escala planetaria, piensa la publicación citada.

Sin embargo, una cosa es calzar los zapatos de quien más centimetraje recibe en la prensa mundial por la importancia o la talla del país cuyas riendas detenta, o por los asuntos de gran calado y trascendencia que responden a las acciones del gigante de Asia, y otra es ser la persona que mayor influencia tiene al interior de su propia vasta y enigmática sociedad. Alli, la capacidad de influir en el comportamiento de los ciudadanos se mide con una vara diferente.

Si por fuera de sus fronteras lo que priva es una convivencia de Xi complaciente con todos, amigos y detractores, que le permite brillar, el juego doméstico es el de mantener con una garra férrea a un conglomerado harto heterogéneo que puja cada día más por libertades y que ha estado adquiriendo su propia y original visión de modernismo, que no es necesariamente la misma preconizada por Occidente.

Al interior de China, Xi es un inflexible líder en materia de libertades. No se permite a sí mismo, ni a otros, desviaciones de una inamovible línea central de control a todas luces, transmite la imagen de un personaje irreductible y provoca mucho más temor que admiración. Si bien su personalidad es seria pero afable en la escena internacional, al interior de su propia geografía no se le conocen liberalidades en su actuación, no permite medias tintas en sus alrededores y sostiene el timón de su buque como si dentro del mismo le tocara transitar a través de una eterna tormenta.

De esta personalidad inflexible nace su capacidad de determinar las actuaciones, actitudes y comportamientos de sus allegados a nivel del gobierno. Su ascendencia es inmensa, tanto allí como en su partido, aunque el apego intelectual que provoca no sea espontáneo, ni la solidaridad automática. Lo que el líder sí representa y exhibe es la tenacidad, la consistencia en las ideas y los valores que abraza y expresa a cada paso, en cada uno de sus discursos domésticos y en cada aparición pública.

¿Significa ello que entiende y comparte con precisión las necesidades de un país compuesto por 1.400 millones de voluntades? No necesariamente, pero en su fuero interno está convencido de que no es con liberalidades que es posible llevarlos a buen puerto. Si algo es fuerte en él es la convicción íntima de que no existe un modelo alternativo al escogido por él para la conducción de China, junto con el temor reverencial que profesa hacia el perjuicio que la corrupción provoca en esta meta.

Este hombre inextricable cuenta con un inmenso capital político y con él se acerca con pasos firmes a su segundo período de mandato. Xi ha logrado sembrar la convicción propia de que es insustituible. Tenemos líder en China para muchas lunas, posiblemente más allá del próximo mandato.


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