Les relataré una historia real que los venezolanos afrontamos a diario. Me encontraba momentáneamente en Machiques, estado Zulia, era un viaje no muy común, pues la dura situación en el país me llevó a aventurar en una ruta que jamás había tomado para retornar a mi hogar y compartir con mi madre en su día.

¿Cómo llegué a Machiques? La respuesta es reflejada en nuestra ruda realidad. Venezuela no solo enfrenta una crisis política y económica. Los servicios públicos en el país colapsaron y esto da un golpe bajo a cada habitante de nuestra nación. Soy un joven de a pie, estudio Ingeniería y trabajo de manera informal para cubrir –no todos– mis gastos más íntimos. No gano mucho, incluso puedo destacar que mi ingreso mensual está por debajo del salario mínimo (2,21 dólares).

Mis padres y mi familia, quienes constituyen un pilar fundamental de mi vida, son los que me ayudan económicamente. La vida de un universitario no es nada fácil en un país económicamente estable, ahora imagínense qué será de nuestra vida viviendo en una economía rentista controlada por un régimen comunista.

Las horas pasaban y yo seguía en un lindo pueblo que desconocía en su totalidad. El paisaje era muy verde y acogedor, la gente admiraba la llanura que se perdía en el ramal más septentrional de la cordillera de los Andes, la sierra de Perijá, mientras sus pensamientos redundaban en ¿qué irá a pasar? La algarabía de la sociedad desconcentraba mis ya perdidos pensamientos, observé a mucha gente preguntando sobre una ruta específica “¿en qué autobús me traslado para llegar hasta la frontera colombo-venezolana?”.

Jóvenes y mujeres embarazadas eran quienes más abordaban esta ruta. Su destino era claro: emigrar de un país gobernado por personas con manos de estómago. Mis sentimientos eran inefables, por un lado sentía alegría, ya que muchas personas que emigran lo hacen por una sola razón: ayudar económicamente a su familia. Por otro lado sentía tristeza, mis ojos observaban cómo el futuro y el talento joven de Venezuela huía del hambre, la miseria y la pobreza.

Eran ya las 2:00 pm del día sábado 12 de mayo; seguía esperando sentado en una de las tantas bancas del terminal de dicho pueblo al bus que me trasladaría a mi hogar. A mi lado se sentó un niño, tenía aproximadamente unos 9 años, de piel morena y vestimenta ancha. Contaba con mucho entusiasmo el dinero que se había logrado ganar en la mañana vendiendo platanitos. Se miraba muy alegre, incluso creo haber visto en sus ojos lágrimas de felicidad. Me causó curiosidad y le pregunté.

—¿Está todo bien?

El niño emprendedor de tan poca edad me contestó.

—¡Vendí toda la mercancía que se me asignó! Hoy llevaré un cartón de huevos a mi casa para comer junto a mi mamá y mis hermanos.

Me conmovió, la garganta se me ennudeció y en mi cabeza muchos pensamientos pasaron. No podía procesar que un niño a tan temprana edad ya era el responsable de un hogar. ¿Dónde carajos está el socialismo que dicen haber implementado con éxito en Venezuela? Este pequeño niño por lo visto no estudiaba, tampoco tenía una infancia muy feliz que recordar. Sus mayores logros quizás era vender todos los platanitos que se le asignaban, pues si no lo hacía, su familia no comía.

Ya a punto de abordar mi autobús, una joven madre (de algunos 25 años y con tres hijos, uno de ellos aún de meses) se sentó también a esperar a que el colector terminara de embarcar todo el equipaje. Tenía mi libreta de estudios afuera, estaba haciendo unos apuntes sobre mi próximo parcial. Uno de sus hijos con una sonrisa inocente me miró, se acercó y pidió que le hiciera un avión de papel con una hoja de mi libreta. Lo realicé mientras recordaba cómo lo hacía en mi infancia. Al terminar el avión, se lo entregué al niño. Con una gran sonrisa lo recibió y su comentario de agradecimiento fue: “Quedó igual a los que me hace mi papá, él está en Colombia trabajando. Pronto vendrá y jugará de nuevo con nosotros”.

Éramos un pueblo feliz. Nuestra mayor tristeza era despedir a un familiar que haya fallecido. Había mucha cordialidad y las familias vivían sin angustias. Los niños asistían a las escuelas y su mayor logro era llevar una “A” como calificación. Se compartía en tranquilidad, en las mesas a la hora de cenar no faltaba ningún miembro, todos hablaban de su día a día y las anécdotas de lo ya vivido.

Triste, pero real.

@FreiderGandica


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