Un principio básico del Derecho Internacional es el de la igualdad soberana de los Estados, del que deriva, entre otras cosas, el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados. Además, la Carta de la ONU prohíbe recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza armada contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado. En este sentido, España, Chile y otros países, han hablado, alto y claro, descartando una intervención militar para resolver la crisis venezolana, que se debería zanjar de manera pacífica. Como cuestión de principio, no podríamos estar más de acuerdo; pero, que se sepa, nadie ha pedido una invasión militar para establecer un gobierno títere. La cuestión de quién manda en Venezuela sólo le concierne a los venezolanos. Sobre lo demás, hay que hacer algunas precisiones.

Que quede claro que el respeto de los derechos humanos no es un asunto de la soberanía exclusiva de los Estados, sino que, por el contrario, desde 1945, es un asunto de legítima preocupación internacional. La soberanía está en relación inversamente proporcional a los compromisos internacionales que haya suscrito cada Estado, incluyendo los tratados de derechos humanos. Además, hay reglas que son imperativas para todas las naciones, como la prohibición de la tortura, las ejecuciones sumarias, las detenciones arbitrarias, o el someter a la población a la inanición, privándola de los objetos indispensables para su supervivencia u obstaculizando el suministro de socorros. El reconocimiento de la soberanía de los Estados tiene como condición el respeto de los derechos humanos. No hay soberanía absoluta.

En segundo lugar, la prohibición del uso de la fuerza tiene, en la Carta de la ONU, sus propias excepciones, por lo que tampoco es absoluta. Lo que se prohíbe es la amenaza o el uso de la fuerza “contra la integridad territorial o la independencia política” de cualquier Estado, o en cualquier otra forma “incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”. Es decir, una intervención armada que no atente contra la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, y que no sea incompatible con los propósitos de Naciones Unidas, no está prohibida por la Carta. Además, uno de los propósitos de la ONU es, precisamente, el respeto universal de los derechos humanos, y los Estados miembros se han comprometido a tomar medidas, conjunta o separadamente, para la realización de esos propósitos.

En 1625, Hugo Grocio, uno de los fundadores del Derecho Internacional, defendió la legalidad del uso de la fuerza, por uno o más Estados, para detener el maltrato de un Estado a sus propios ciudadanos, cuando esa conducta es tan brutal y en gran escala que choca con la conciencia de la humanidad. Eso es lo que la doctrina moderna ha denominado “intervención humanitaria”.

La tesis de Grocio significaba admitir que el Derecho Internacional pone límites a la libertad con que los Estados pueden tratar a sus propios ciudadanos. Esa tesis ha sido aceptada por el Derecho Internacional actual, subrayando, en diversos instrumentos internacionales, la obligación de los Estados de “proteger” los derechos humanos de todos (Declaración y programa de acción de Viena, 1993), así como el “derecho a intervenir” y el “deber de proteger” a los que sufren violaciones graves de derechos humanos, en los supuestos de “limpieza étnica” o pérdida de vidas humanas en gran escala, por acción deliberada del Estado, por negligencia o incapacidad de éste, o por una situación de Estado fallido (ONU, Informe de la Comisión Internacional sobre intervención y soberanía de los Estados, 2001).

Aunque la “intervención humanitaria” es una respuesta práctica para salvar vidas en el territorio de terceros Estados, no por eso se ha dejado de subrayar su carácter asimétrico, que permite intervenir a los más fuertes en el territorio de los más débiles, y su naturaleza selectiva, que deja a los grandes decidir en qué pequeños países intervenir, y cuándo. Qué duda cabe que, a veces, la intervención humanitaria ha servido como pretexto para fundar imperios coloniales, o para disponer de los recursos naturales de un pequeño país. Pero, como contrapartida, hay que recordar que, bien ejecutada (por ejemplo, Entebbe en 1976), la intervención humanitaria ha salvado muchas vidas. Por desgracia, en, Kosovo (1992) y en Ruanda (1994), la sociedad internacional reaccionó demasiado tarde, cuando ya se había producido una carnicería, y cuando el último recurso disponible para restablecer la justicia era solamente la creación de tribunales penales internacionales. ¡Pequeño consuelo para las víctimas de esas atrocidades!


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