Están por cumplirse las dos décadas más terribles de la historia contemporánea de Venezuela. Se dice fácil, pero una mezcla indescriptible de tristeza e indignación demasiado contenida se percibe por todas partes.

Faltaría espacio para referirnos a uno cualquiera de los graves problemas de la nación. La evolución de ellos, juntos o por separado, es del dominio público. Lo único que quizás alguna gente no termina de clarificar es si la tragedia se debe exclusivamente a la manifiesta incapacidad para gobernar de Chávez, primero, y de Maduro, actualmente, o si, por el contrario, está directamente vinculada a la incapacidad, a la falta de preparación o a las horribles desviaciones derivadas de la corrupción a todos los niveles. No todo tiene que ver con el dominio político de Cuba sobre el alto gobierno o con la influencia determinante de las estructuras del narcotráfico en un régimen que debe prepararse para su salida próxima del poder; sin embargo, para esta semana vamos a limitarnos al tema de los presos, en general, y de los presos políticos, en particular.

La situación es de la mayor gravedad para unos y otros. Los presos comunes viven en condiciones infrahumanas. La inmensa mayoría no tiene sentencias condenatorias ni acceso a una administración de justicia inexistente. Están sometidos a muchas penurias y solo la cercanía o lejanía con los llamados pranes, en los distintos niveles y circunstancias, determina la calidad de su reclusión. Se trata de una vergüenza de la cual muy poco se ocupan los organismos que deberían tener el tema dentro de sus prioridades. Se trata de centenares de miles de familias afectadas, prácticamente sin dolientes eficaces. En otra ocasión profundizaremos sobre el tema.

Pero en relación con los presos políticos, confieso que no se me quitan de la mente. Quizás por haber sido uno de ellos y estar, contra toda norma y la misma sentencia condenatoria de la que fui objeto, aún restringido en algunos derechos fundamentales. No me gusta hablar exclusivamente de mi caso porque hay muchísimos otros en peores condiciones humanas y ciudadanas. No es fácil generalizar y es muy complicado individualizar las distintas situaciones de las decenas de miles de esta categoría de presos que, según algunos, supera las dos centenas de compatriotas. Pero quiero sumarme activamente a las familias de Iván Simonovis, de los comisarios Lázaro Forero y Henry Vivas, y de los policías metropolitanos detenidos por los hechos de abril de 2002. El calvario que aún padecen tiene que terminar. Ya basta.

Pudiera ampliar estas líneas con la mención de los comisarios Guevara, pero lo haré en otra oportunidad aunque merezcan la mayor de las consideraciones. Por hoy me limitaré a personalizar en Iván, quien simboliza el sentimiento nacional en favor de la justicia.

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