¿Cuáles son? Jugar al sexo sin amor o viceversa, con agua o fuego, a paz con guerra. En democracia limpia vale jugar beisbol y ajedrez sobre un campo de fútbol, porque antes de iniciar la competencia el árbitro insobornable reclama, los ignorantes, abusadores y equivocados admiten el regaño y se retiran. Bajo narcotiranías, como la castrochavista, el juego sucio es ley de su patria y muerte de sus contrarios. Desde un palco elitesco, su comando invasor patea normas establecidas, compra jueces, se apodera de canchas y tableros. Cuando los distraídos, confiados y comprados advierten o sufren los efectos de la trampa, ya el adversario es enemigo fatal, marcó goles y jaquemates. Cuesta mucho que el sometido a presión durante tanto tiempo recupere su capacidad de acción liberadora. Lo narra magistralmente Stefan Sweig (1881-1942) en Novela de ajedrez (Acantilado, 2007) escrita poco antes de su suicidio, atormentado por culpas, tardanzas propias y ajenas frente al totalitarismo nazi.

El público-pueblo asiste a la peligrosa confrontación, pues recibe entrada gratuita y transporte que lo vuelve rebaño pasivo, al fondo sigue ansioso por resolver necesidades primarias, pero aplaude a juro ese circo demencial. Sabe por larga experiencia que si se niega a participar en el fraude, será llevado al matadero, expulsado, encarcelado, ejecutado, aislado en total marginalidad. Léase Mao, Stalin, Hitler, Fidel Castro y fieles discípulos.

Es el único logro para su haber de la oligarquía armada, delictiva, usurpadora, titulada socialismo del siglo XXI que elimina soberanías privadas y públicas sometidas al poder injerencista, paralizador de oponentes, víctimas y espectadores. Totalitarismo.

Cuando surgen, por fin, nuevos equipos hábiles –no contaminados de turbios jueguitos sucios–, capaces de sembrar raíces hacia la rebelión legal y general, solo queda una opción: la llave del tiempo límite preciso para activar a contrarreloj en un ya sin aviso ni paso atrás, sin palabras que por hastío y desilusión aprendida del receptor puedan llevar esta vez al fracaso definitivo. En ese sentido, el presidente interino Juan Guaidó va bien porque hoy no sirve ofrecer la otra mejilla ni tampoco venganzas del ojo por ojo. Pero Venezuela requiere limpieza radical de su territorio convertido en guarida delincuencial de toda laya: narcoguerrillas, paramilitares, terroristas, y esa tarea urge una coalición humanitaria militarizada. La Constitución vigente autoriza a la Asamblea Nacional para solicitar esa intervención de apoyo foráneo en situaciones de emergencia y catástrofe. Artículo 187.

Por eso el sí es para ya, instante del ahora irrepetible, momento que activa el por dónde, con quiénes y como sea. Lo llaman libertad, es ley de vida y está fuera de juegos. Si el vecindario continental norte-centro-sur sigue postergando esa ayuda por sinrazones ideológicas y complejos tercermundistas ya disfuncionales, el cuchillo apunta para su propia garganta y a muy corto plazo, pues de lo que suceda en Venezuela depende el futuro de este hemisferio. Y no es juego.

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