“Desgraciada la generación cuyos jueces serán juzgados”. El Talmud

El Grupo de Lima, con la inmensa autoridad que da la representación de las más importantes naciones de América Latina, acompañada por las principales naciones democráticas del orbe, ha sabido ratificar y poner al desnudo la ilegalidad y la ilegitimidad que rodea al dictador venezolano Nicolás Maduro. Si aceptó a regañadientes su supuesta legitimidad de origen, obtenida de las elecciones presidenciales de 2013 cuando obtuviera una leve mayoría ni siquiera propia, sino heredada directamente del poder que le transmitiera al borde de su tumba el único presidente legítimo que ha tenido Venezuela desde 1998, Hugo Rafael Chávez Frías, y ni tampoco libre de polvo y paja, dada la fundada sospecha de haber sido producto de un fraude orquestada por el verdugo del CNE, Tibisay Lucena, que desconociera la victoria de Henrique Capriles haciendo uso de las trampas montadas por el verdugo mayor, Jorge Rodríguez.

Como hoy por hoy lo sabe todo el mundo, esa dudosa legitimidad de origen se venció el 10 de enero pasado. Y aun consciente de que las elecciones presidenciales de mayo del año pasado habían sido, como todas las ocurridas desde el 15 de agosto del año 2004,  un fiasco, que esta vez no había contado con el reconocimiento de ninguna de las fuerzas democráticas internas, con la excepción de un partido puramente operativo y funcional al servicio del chavomadurismo para servir de cuña al interior de la oposición venezolana, la llamada Avanzada Progresista del ex oficial de ejército y chavista originario Henri Falcón, y de haber sido repudiadas por todas las democracias del mundo, el fin de Nicolás Maduro y del régimen dictatorial que encabeza pareció inminente. Mundialmente famoso por su ilegitimidad de desempeño –de carnicero lo calificó en portada con más que justificadas razones Der Spiegel, el más importante y populoso magazine alemán–, su ilegitimidad de origen puso la guinda sobre la torta. Desde un punto de vista legal y constitucional, Nicolás Maduro es un hombre muerto. Salvo en países muertos, por vegetar en su existencia virtual, como Osetia del Sur y las satrapías ominosas de la tiranía cubana en el subcontinente: Bolivia y Nicaragua.

Si alguien aún duda de la ilegitimidad de Maduro no tiene más que ver la farsa escenificada por el ilegal e ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia. ¿Sabían todos esos “magistrados” que son candidatos seguros al enjuiciamiento criminal por amparar a un dictador y servir a una tiranía? ¿O creen que dados los debidos pasos y puesto el agente colombocubano en el basurero que le corresponde podrán seguir ejerciendo de su usurpada profesión como si nada hubiera pasado? Que tomen debida cuenta: el país ya sabe que el principal sostén de esta inhumana y cruel satrapía no son las fuerzas armadas. Son los magistrados que le dan su toque de legitimidad y su barniz de legalidad. Que se vayan preparando: un homicida no es por azar su presidente. Ni tampoco por azar es que ha hecho la maroma de juramentar a otro homicida. Como bien decía Homero: “Los molinos de los dioses muelen despacio”. Ya terminan su molienda. Se cumplirá fielmente el temido pronóstico de los jueces de El Talmud: “Desgraciados aquellos cuyos jueces deberán ser enjuiciados”. De ellos será el infierno.


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