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En 1910, año del centenario de la Independencia, José Vasconcelos ofreció en el Ateneo de la Juventud una serie de conferencias que marcaron el inicio de una nueva era en la historia cultural y política del continente.

El grupo del Ateneo, precursores de la revolución –conservadores, tradicionalistas y restauradores del pasado–, se propuso incorporar culturalmente México al resto de América Latina, y alcanzar la libertad en un mundo dominado por la necesidad y una sucesión de acontecimientos donde nada nuevo aparecía bajo el sol. Querían obrar con libre albedrío, creativa y desinteresadamente. Para lograr tales metas propusieron la destrucción de las bases sociales y educativas del positivismo, propiciando un retorno al humanismo y los llamados clásicos. Gracias a ellos volvieron a leerse autores como Platón, Schopenhauer, Bergson, Nietzsche, Winckelmann, Taine, Wilde o Croce. En Grecia encontraron el progreso, la perfección, el método, la disciplina moral, el ideal humano.

Vasconcelos criticó, en Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas, la validez de la razón y la observación como métodos de conocimiento. Vasconcelos descree en la «impenetrabilidad de lo desconocido», considera posible mudar el camino que lleva de lo particular a lo general, admite que, de las tres variedades éticas de entonces, dos de ellas, la solidaridad y el altruismo, no han sido aplicados por el porfirismo y duda que la aspiración a la inmortalidad, la tercera, sea verdadero estímulo para el hombre. Por último, censura la supeditación de la psicología a la biología, y sostiene, con Caso, que «un pueblo que ha recibido una educación únicamente científica es un pueblo sin entusiasmo, sin ideal». A todos estos principios positivistas Vasconcelos opone «la libertad», resultado de saber que «todo cambia y nada permanece».

Estas ideas serían puestas en práctica entre 1920 y 1924 cuando fue sucesivamente rector de la Universidad y ministro de Educación.

“Si la Revolución –dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad– fue una brusca y mortal inmersión en nosotros mismos, en nuestra raíz y origen, nada ni nadie encarna mejor ese fértil y desesperado afán que José Vasconcelos, el fundador de la educación moderna en México. Su obra, breve pero fecunda, aún está viva en lo esencial”.

Junto a sus amigos del Ateneo y los miembros de la generación más joven, trató de cambiar la circunstancia mexicana mediante el impulso a la educación, la circulación del libro y la promoción masiva de las artes. Educar es poblar, sería su consigna. Según Vasconcelos, México saldría adelante con la cultura extensiva y luego con la intensiva. Había que disminuir el analfabetismo. En una de las más asombrosas cruzadas educativas del siglo, recorrió el país visitando las regiones apartadas, hablando con los maestros, enviando jóvenes misioneros que implementaran la nueva doctrina. Vasconcelos creía que la Universidad debía «derramar sus tesoros y trabajar para el pueblo» mediante el uso de «cruzados» que concebían la educación como una palanca de ascenso hacia la creatividad mediante los libros y el arte, pues «las escuelas no son instituciones creadoras». Una nueva moral surgiría entonces –como la de Buda y Jesús–, hecha en los bosques y los desiertos, en soledad o en la lucha, la congoja o la dicha:

“La luz, la fe, la acción, el gran anhelo de bien que conmueve a esta sociedad contemporánea… se define en los libros de nuestros contemporáneos y los grandes libros generosos y grandes del pasado… Un ministro de educación que se limite a fundar escuelas es como un arquitecto que se conforme con construir celdas sin pensar en las almenas, sin abrir las ventanas, sin elevar las torres de un vasto edificio”.

Hizo imprimir «libros para leer de pie», «que nos arrancan de la masa sombría de la especie», «que proponen hacer del hombre el hermano del hombre, no su verdugo, que son expresión de la belleza eterna y no la belleza de la moda». La escuela debía transformarse en un «palacio con alma» donde los niños vivieran y recordaran las mejores horas de su vida, continuada en su crecimiento con la ilustración que dan los museos, los conservatorios, los orfeones, el teatro popular, la resurrección de los métodos indígenas de pintura, el uso del jabón y el alfabeto, todas estas, otras de las invenciones de Vasconcelos para hacer de México un mundo nuevo.

En sus libros mejor conocidos, La raza cósmica (1925) e Indología (1926), sostuvo las tesis de que la humanidad progresaba mediante la espiralización de tres estadios: el material, el espiritual y el estético, de los cuales el último era superior porque es expresión del supremo desinterés que debe guiar al hombre y a la fusión de las razas, destinada a lograrse primero en América Latina, ya que aquí habrían aparecido los indicios de una futura raza cósmica que fuera resultado de la voluntad de insertar los nacionalismos latinoamericanos en un proyecto para restaurar el humanismo de posguerras.

Sus teorías provienen de las polémicas raciales de la época y querían encontrar el lugar histórico que nos correspondía como mestizos. Sus ideas tuvieron una enorme repercusión, pues catalizaron la voluntad anticolonialista de la década de los veinte y plantearon de nuevo el concepto bolivariano del universalismo de la cultura latinoamericana. En una conferencia ofrecida en el Continental Memorial Hall de Washington, expuso su visión del futuro:

“Imagino un futuro próximo en que las naciones se fundirán en grandes federaciones étnicas. El mundo estará dividido entonces en cuatro o cinco grandes poderes, que colaborarán en todo lo que es bueno y es bello; pero expresando lo bueno y lo bello cada uno a su manera. Enseñamos, por lo tanto, en México no solo el patriotismo de México, sino el patriotismo de América Latina, un vasto continente abierto a todas las razas y a todos los colores de la piel, a la humanidad entera para que organice un nuevo ensayo de vida colectiva; un ensayo fundado no solamente en la utilidad, sino precisamente en la belleza, en esa belleza que nuestras razas del Sur buscan instintivamente, como si en ella encontraran la suprema ley divina”.

En 1895 Vasconcelos viajó a la capital mexicana luego de haber vivido en Piedras Negras donde su padre era funcionario de aduanas y de haber cursado la primaria en Eagle Pass, Estados Unidos. Estudió Derecho y se recibió con una tesis sobre Teoría dinámica del derecho. En 1909 participó en la creación del Ateneo de la Juventud y del Centro Antirreeleccionista y en 1910 fue nombrado jefe de la agencia de propaganda maderista en Washington. Luego del asesinato de Madero fue ministro de educación del breve régimen de Eulalio Gutiérrez. Terminada la revolución tuvo una segunda oportunidad entre 1921 y 1924, durante la administración de Álvaro Obregón. Puso en marcha un programa a largo plazo que cambió la vida educativa y cultural de México. De acuerdo con su propia filosofía, que consideraba el arte como el mayor instrumento de educación, decidió reunir en su entorno a aquellos mexicanos y latinoamericanos que podían ayudarle en su empresa. Fue así como invitó a trabajar a su lado a Víctor Raúl Haya de la Torre, entonces dirigente estudiantil y a Gabriela Mistral; visitó Argentina y Brasil, país al que regaló una estatua de Cuauhtémoc, símbolo del ideal nuevo que venía predicando entre los latinoamericanos, a quienes invitaba a abandonar la idea de que éramos siervos espirituales de los europeos. Durante su paso por el ministerio de educación creó tres departamentos relacionados con las escuelas, las bibliotecas y las bellas artes y a través de ellos emprendió su lucha contra la ignorancia. Fundó escuelas a lo largo de toda la república, sin olvidar a los indígenas, a quienes adiestraron para que participaran en el sistema de las escuelas gubernamentales; hizo imprimir millares de libros que fueron distribuidos gratuitamente para dar e incrementar la lectura popular. A partir de entonces floreció en el país la industria editorial. Apoyó a músicos, organizaciones de orquestas y grupos folklóricos y comisionó a pintores para decorar edificios públicos, de donde surgió la pintura mural mexicana, una de las grandes expresiones artísticas del siglo, entre los que se destacan los murales de Diego Rivera en la Secretaría de Educación y en la Escuela de Agronomía de Chapingo, donde se «enseña a explotar la tierra no al hombre», los primeros grandes logros del nuevo arte. De este periodo vasconceliano son tres de los más destacados compositores latinoamericanos: Manuel M. Ponce, Silvestre Revueltas y Carlos Chávez, una de cuyas composiciones, el poema tonal Xochiplilli-Macuilxóchitl, compuesto para instrumentos musicales precolombinos, pretende aplicar el «retorno a las raíces» propugnado por los muralistas. La danza popular también tuvo enorme acogida durante su término como ministro, y el cine, aunque terminara siendo expresión más de los sentimientos amorosos que vehículo de difusión cultural, como quería Vasconcelos, contó con su inicial apoyo.

Sus memorias, publicadas en Ulises criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938), El proconsulado (1939) y La flama (1959) son un testimonio íntimo de la historia del siglo y de las luchas y conquistas de los latinoamericanos.


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