En mi artículo del 17 de agosto, titulado “Vida con sentido”, aquí mismo en El Nacional, hice mención de la tesis de Iddo Landau. Según este filósofo, una vida basada en la noción de valor no admite inmoralidades. Abstenerse de un comportamiento inmoral es, por tanto, una condición necesaria para una vida con sentido, con significado. Las personas que deliberada e intencionalmente perjudican a otros no tienen, para nosotros, vidas con sentido, aunque hayan alcanzado muchos logros en otras esferas. En tal sentido, no obtienen nuestro reconocimiento y, por tanto, no logran satisfacer una de sus necesidades psicológicas básicas (Abraham Maslow, 1943, “A Theory of Human Motivation”, Psychological Review, 50, 370-396).

Tomando un camino distinto, es decir, desde la perspectiva del análisis político, podemos llegar a la misma conclusión. Eso es lo que hizo el politólogo estadounidense Francis Fukuyama con su último libro publicado recién y que se titula Identidad: la demanda de dignidad y la política del resentimiento. (Identity: The Demand for Dignity and the Politics of ResentmentEdited by Farrar, Strauss and Giraux, New York, 2018).

En su libro previo de 2014, Orden Político y Decadencia: desde la revolución industrial al presente (Political Order and Political Decay: From the Industrial Revolution to the Present Day, Farrar, Strauss and Giraux, New York, 2014), Francis Fukuyama escribió que las instituciones estadounidenses se encontraban en decadencia y capturadas por poderosos grupos de interés. En las elecciones presidenciales de 2016, la tesis de Fukuyama fue confirmada con el ascenso al poder de una serie de “extraños políticos” cuyo nacionalismo económico y tendencias autoritarias amenazan con desestabilizar todo el orden internacional. Estos nacionalistas y populistas buscan una conexión carismática directa con “el pueblo”, conexión definida en términos de una identidad. Nótese que desde esta perspectiva taxonómica el Donald de por allá no es muy diferente al Hugo y al Nicolás de por aquí.

Pues bien, en este último libro y según Fukuyama, la demanda de reconocimiento de la propia identidad es un concepto maestro que unifica la explicación de gran parte de lo que está sucediendo hoy en la política mundial. El reconocimiento universal en el que se basa la democracia liberal ha sido cada vez más desafiado por formas más estrechas de reconocimiento basadas en nación, religión, secta, raza, etnia o género, que han resultado en un populismo antiinmigración, el resurgimiento del islam politizado, el “liberalismo de identidad” de los campus universitarios y el surgimiento del nacionalismo blanco. El nacionalismo populista, que se dice que tiene sus raíces en la motivación económica, en realidad surge a causa de la demanda de reconocimiento y, por tanto, no puede simplemente ser satisfecho por medios económicos. El grave peligro para todos es que tal demanda de reconocimiento se intenta por medios que socavan la democracia en lugar de apoyarla y realzarla.

Esta tesis de Fukuyama, hay que decirlo, ya tiene críticos jurados como es el caso de Louis Menand, crítico y ensayista perteneciente al staff de The New Yorker, con su artículo publicado el pasado 3 de septiembre, titulado Francis Fukuyama pospone el final de la historia.

De acuerdo con la Enciclopedia Stanford de Filosofía, citando el ensayo del filósofo estadounidense Charles Taylor, Multiculturalism and the Politics of Recognition (1992 y 1994), el reconocimiento constituye una necesidad humana vital.

La importancia específica del reconocimiento radica en su relación con la identidad, que Taylor define como “la comprensión de una persona de quien es y de sus características fundamentales como ser humano. Debido a que la identidad está “en parte moldeada por el reconocimiento o su ausencia”, entonces el “no reconocimiento o falta de reconocimiento puede infligir daño; puede ser una forma de opresión, aprisionar a alguien en un modo de ser falso, distorsionado y reducido”.

Por tal razón, Taylor enfatiza cuán importante es el reconocimiento, referenciándolo como “una necesidad humana vital” y afirmando que la falta de reconocimiento “puede infligir una herida grave, ensillando a sus víctimas con un autodesprecio mutilante”.

Tal como lo planteó hace poco Javier Corrales (“Por qué Maduro prefiere la crisis y el caos”, The New York Times español, 16 de septiembre de 2018), el chavismo ha sido hábil para permanecer en el poder, pero incompetente para gobernar. Yo añadiría, siguiendo a Taylor y a Fukuyama, que el chavismo está gravemente herido y enfermo por el autodesprecio derivado de su incompetencia para ganarse el reconocimiento de la gran mayoría de los ciudadanos venezolanos y de la comunidad internacional.

Así su natural incompetencia, su frustración, su desesperación y su miedo es quizá lo que explica la mortal irracionalidad de su gobernanza.

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