Las sanciones que impusieron primero Obama y luego Trump a personajes gubernamentales venezolanos a título individual tuvieron más efecto mediático que práctico. Imaginamos que salvo alguna que otra de esas “joyitas” todos seguramente habrán tomado precauciones suficientes y anticipadas para proteger sus “ahorritos”, por lo que han de estar bastante tranquilos. En todo caso, para el venezolano de a pie esas sanciones no tuvieron impacto ni consecuencia alguna que no sea permitir que el gobierno desate una campaña para echar la culpa de todo al “imperio norteamericano”.

Por el contrario, el segundo lote de sanciones, las económicas que afectan a la República y a Pdvsa, puestas en práctica recientemente, más las adicionales que vendrán y que anunció el presidente Trump en su discurso del pasado martes 19, ya están produciendo efectos concretos y notorios con la particularidad de que las mismas sí afectan, y afectarán aún más, no solo al gobierno sino a la población en general y –como siempre– a los menos favorecidos. Sin embargo, son estas las que seguramente acelerarán el desenlace de la crisis venezolana.

Lo anterior pone de relieve una desgraciada e irónica contradicción, como es comprobar que las sanciones que son realmente efectivas son las que en definitiva tienen que sufrir no solo quienes dirigen un régimen antidemocrático y caótico, sino el pueblo en general.

Es difícil explicar a quien hoy pasa hambre, carece de medicinas y sufre los rigores de la falta de combustibles que con un poco más de privaciones y sufrimientos se irán produciendo las circunstancias sociales y económicas que conduzcan a una rectificación diametral o a un cambio del gobierno actual que garantice la solución más rápida posible a las causas de la presente desgracia nacional. El que hoy no sabe que poner en la mesa familiar o el que estuvo revolviendo la basura para conseguir un mendrugo no está ni en condiciones, ni en humor ni en capacidad de valorar el tema de la democracia, la división de poderes ni las bienintencionadas declaraciones de los actores internacionales. Tampoco está en plan de conformarse con beneficios a futuro, sino que precisa una solución para la cena familiar de esta noche.

Lo anterior nos pone ante la evidencia de que existen dos Venezuela: una, la de quienes luego de haber desayunado razonablemente podemos dedicarnos a pensar y luchar por un país institucionalmente viable como requisito previo para la promoción del bienestar colectivo, y otra –la mayoritaria– que no tiene otra prioridad que la adquisición de una bolsa con alimentos, así sea quien sea el que se la suministre; y por la misma razón este desafortunado grupo no tiende a concordar ni importarle lo que pueda decir Mr. Trump ni los bienintencionados ex presidentes, ni la OEA, ni el Grupo de los Doce de Lima ni el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

Desgraciadamente, por causa de la limitación económica y educativa esa misma gente tampoco podría entender que un cambio de inquilino en Miraflores no producirá la mágica e inmediata aparición de las proteínas en su mesa. Por eso es que el gobierno –que también juega sus cartas con buen asesoramiento– no ha demorado en echar la culpa a Trump de una situación que hace dieciocho años que se lleva cocinando.

Sin embargo, aun sabiendo cuánto sufrimiento nos espera, la experiencia histórica enseña que bastantes veces las sanciones producen resultados, otras no. Entre los fracasos está el bloqueo económico a Cuba y entre los éxitos está la rectificación de rumbo acaecida en Chile, Irán y Rusia, donde el cerco logró provocar cambios –en algunos casos tímidos– que redundan en beneficio de los pueblos.

La trágica enseñanza de esta historia es que lo que demoró dieciocho años en colapsar no se reconstruirá en pocas semanas o meses, y que tal propósito debe ser encarado con un actitud de responsabilidad y cooperación colectiva, como si de cada quien dependiese el resultado.

Ciertamente habrá que archivar por algún tiempo la condición de gozones irredentos, buscadores de beneficio rápido y fácil, etc. etc. La reserva moral de nuestro pueblo tradicional y profundo no parece aún perdida del todo. Es a ella a la que hay que apelar. Otros pueblos con condiciones objetivas mucho menos favorables que nosotros se han sobrepuesto. Es cierto que no somos ni suizos ni ingleses ni chinos pero sí somos venezolanos, y en tal gentilicio yacen los valores que una vez nos llevaron de Caracas a Ayacucho (ida y vuelta) demostrando lo que es capaz el venezolano sencillo y bueno.


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