De todos los males horrendos causados por el chavismo, el de la difamación, el odio y el rencor, aplicados por tirios y troyanos sin la más mínima reflexión ni medir sus consecuencias, con ensañamiento y alevosía, son los peores. Porque sirven a la insania y la crueldad. Y aunque usted no lo crea, se han expandido más y con mayor virulencia entre quienes debían combatirlos: tienen los medios electrónicos a su disposición y sufren del rencor del fracaso político y la impotencia verbal. ¡Pobre país, en qué manos has venido a caer!

    “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas” 

Umberto Eco

“Estamos como desbordados por una tecnología que se ha puesto al servicio de la mentira, de la posverdad y que puede llegar a ser, si no atajamos ese fenómeno, profundamente destructor y corruptor de la civilización, del progreso, de la verdadera democracia”

Mario Vargas Llosa 

Fue en 2015, en unas declaraciones al periódico romano La Stampa, que el Nobel italiano de Literatura Umberto Eco dio el juicio más demoledor, incisivo y exacto sobre la peste blanca del siglo XXI: la red, a cuyos usuarios catalogó sin melindres de practicar la “invasión de los imbéciles”. Los tontos del pueblo, de cualquier sexo, raza, edad y condición, donde quiera que estén, que como teclean y tienen acceso gratuito al lenguaje universal de los 140 caracteres, se creen ilustrados. A los que siguen automáticamente y sin un asomo de espíritu crítico legiones, miríadas, millones de estólidos. Practican el pecado del que las huestes del castrocomunismo venezolano solían acusar a los adecos de tiempos de Rómulo Betancourt: disparan primero y averiguan después. Con un agravante que muestra el grado de degradación, vileza y encanallamiento en que incurren los invasores de esta nueva peste bubónica: no se dan a la tarea de averiguar después, porque el daño y la maldad que practican disparando su tuit es análogo al orgasmo: se extingue en el mismo momento en que se produce. Una vez atacada, mancillada, inculpada y condenada la víctima de sus ataques, nada importan la verdad y la inocencia, que la verdad y la red no van necesariamente de la mano. El daño ya está hecho y es irreparable. La honra es como la virginidad: no tolera reparaciones. Date por satisfecha: injuriaste a una inocente. Solo tú, estupidez, eres eterna. 

Vargas Llosa, ese liberal ejemplar que ha sabido serlo contra la infamia de las izquierdas bien pensantes, lo acaba de indicar en el periódico español El País en una ardorosa defensa del liberalismo, tan denostado por los idiotas e imbéciles de la red bajo la obscena y estulta acusación de “neoliberalismo”, la misma que sirvió de pretexto para impedir que Carlos Andrés Pérez llevara a cabo la más importante revolución de la modernidad venezolana y lo guillotinara políticamente, abriéndole los portones a la devastadora imbecilidad chavista. Si en el 4-F hubiera existido la red y el Twitter ya se hubiera engullido a la humanidad tercermundista,  millones y millones de tuiteros venezolanos hubieran proclamado su bienvenida apoteósica al reinado de la felonía. Poco antes, los potenciales tuiteros de ayer se la habían dado al felón mayor de la comarca, Fidel Castro. El Nobel peruano lo ha hecho reconociendo la naturaleza fascistoide y profundamente regresiva de la supuesta revolución tecnológica que está detrás de la red y la democratización de la barbarie que están llevando a cabo los inquisidores de Twitter, inspirados por las nuevas brujas de Salem que ahítas de incultura e ignorancia se permiten dictarnos cátedra acerca de lo que es ético y no lo es, “lo que hay es una revolución tecnológica que está sirviendo para pervertir la democracia más que para fortalecerla. Es una tecnología que puede ser utilizada para fines muy diversos, pero de la que están sacando provecho los enemigos de la democracia y de la libertad. Es una realidad a la que hay que enfrentarse, pero desgraciadamente yo creo que todavía la respuesta es muy limitada. Estamos como desbordados por una tecnología que se ha puesto al servicio de la mentira, de la posverdad y que puede llegar a ser, si no atajamos ese fenómeno, profundamente destructor y corruptor de la civilización, del progreso, de la verdadera democracia”. 

La razón de este hecho tan contradictorio al que se refiriesen los pensadores alemanes de la llamada Teoría Crítica o Escuela de Frankfurt –Theodor Adorno y Max Horkheimer– cuando hablaban de la Dialéctica de la Ilustración: desde el descomunal desarrollo de las fuerzas productivas la naturaleza y el individuo se han visto asaltados por un inconmensurable poder de destrucción que, al mismo tiempo que faculta para resolver todos los problemas materiales de la humanidad, suele ser empleada para aherrojarla a ella y a la naturaleza. Todo progreso desde entonces lleva impreso subliminalmente en sus genes la señal de la regresión, permite la irrupción de la barbarie. Empuja a la regresión. Si el fenómeno ya ha sido suficientemente estudiado respecto de la función intrínsecamente regresiva de la televisión, que impone la inmediatez de la percepción y obliga a la sumisión y apatía total del televidente, anulando per se todo metabolismo crítico, el daño es infinitamente más potente y poderoso cuando nos enfrentamos a la masiva e irreflexiva inmediatez de Internet. Si antes bastaba con el juicio de la pantalla, hoy basta con la pedrada de la red. La difamación circula a la velocidad del rayo, es contagiosa como la peste negra, asesina sin dejar huellas y evapora a los culpables en la muchedumbre de la infamia, pues detrás del tuit no existe explicación alguna: dictamina juicios y esconde la mano. No solo la verdad es su primera víctima, como en las guerras: es la ética, la moral. El asesino ha ejecutado a su víctima en fracciones de segundos y ha desaparecido tras la avalancha de maldad, de ignorancia, de vesania que se acumula a su paso como la montaña de ruinas que aprisiona y paraliza desde los desastres del pasado al Angelus Novus, de Paul Klee.


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