Fotografías de la NASA demuestran que poco antes del apagón que dejó a oscuras a Venezuela durante cinco días continuos con sus respectivas noches –un caso único de tiempos de paz en América Latina, en el Hemisferio y probablemente en el mundo entero– se desataron voraces incendios en la región selvática del Amazonas venezolano en donde se encuentra la monumental represa del Guri, la más grande y poderosa de la región que en tiempos democráticos, hasta hace veinte años, le permitían a Venezuela surtir de electricidad a Colombia y Brasil. Un negocio energético adicional al del gas y el petróleo, también hasta hace veinte años suficientes como para hacer de Venezuela el país con el mayor ingreso per cápita de la región y permitirle a su población disfrutar del más alto nivel de vida de toda América Latina. Llegó a ser una sociedad más desarrollada que España y Portugal, que Italia y Grecia y que muchos países de Europa oriental, que encontraron en nuestras costas un generoso territorio de acogida para sus emigrantes.

La causa de la catástrofe que ha reducido la producción de petróleo de 3 millones de barriles diarios, con proyectos inmediatos y viables para elevar la producción a 5 o 6 millones, al escaso millón de barriles, actualmente en franco y dramático descenso,  convirtiendo a una sociedad que jamás sufrió de escasez de electricidad, provista por una admirable naturaleza con ríos de los más caudalosos del mundo, y las más grandes reservas estratégicas del planeta, a sufrir una dramática escasez de agua y electricidad no se debe a una catástrofe natural, un terremoto o un tsunami, sino a tristes razones estrictamente humanas:  la barbarie militarista de un caudillismo irresponsable, que prefirió poner su país y sus recursos a la orden del expansionismo castrocomunista cubano en América Latina que al servicio de la felicidad del propio pueblo venezolano.

Nunca, desde el asalto al Palacio de Invierno por Lenin y sus bolcheviques, fueron más propicias y más favorables las condiciones para haber logrado demostrar que, contrariamente a lo señalado tantas veces por Churchill –“el socialismo es la filosofía del fracaso, el credo de la ignorancia y la cúspide de la envidia. Su virtud inherente es compartir con igualdad la miseria”– el socialismo sí podía ser capaz de construir una sociedad plenamente igualitaria y feliz. Si no lo hizo, contando con los mayores ingresos petroleros de toda su historia, fue porque Fidel Castro, amo y señor sobre el pobre espíritu de Hugo Chávez y señor todopoderoso sobre su desalmado esclavo y agente Nicolás Maduro, no tuvo otro propósito que apoderarse de Venezuela para expoliar sus riquezas hasta devastarla, llevando a sus habitantes al exterminio.

Aun muerto, y librando su última batalla, como el Cid Campeador, ha logrado su objetivo fundamental: no habiendo sido capaz y podido hacerles la guerra a Estados Unidos, el supremo anhelo de su vida, tuvo la fortuna de recibir sin disparar un solo tiro el regalo del país que más ha odiado después de Estados Unidos. Una traición sin medida de un militar felón. El resultado está a la vista: uno de los países más feraces y dotado de las mayores riquezas del planeta, agoniza víctima de una crisis humanitaria. En honor a su propia autodefensa, Estados Unidos tendrá que intervenir para ponerle fin a esa agonía. Y en beneficio de su propia seguridad, ser el principal responsable de su recuperación. Como lo fuera de la recuperación de Japón y de Alemania, sus mortales enemigos de la Segunda Guerra Mundial. Es inevitable, es inexorable, es necesario.

Venezuela será auxiliada por Estados Unidos de Donald Trump. Duélale a quien le duela. 


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