Desde este mismo espacio, como así también en la cátedra universitaria, hemos insistido mucho al predicar que los conceptos modernos de soberanía y autodeterminación de los pueblos tienen limitaciones impuestas por nuevas realidades. Es por ello que desde finales del siglo XX se han venido planteando discusiones y tensiones en el intento de interpretar la interrelación entre todos esos valores tan importantes para la convivencia internacional.

La soberanía consiste en que cada Estado tiene el derecho de organizarse en la forma que le parezca y tomar las decisiones internas que crea pertinentes, sin interferencia de otros Estados y/o centros de poder. Pero la cosa no termina solo con eso, ya que como primera limitante existen los derechos humanos universales y los tratados internacionales que son para los países, como los contratos para las personas. Quienes suscriben tratados, haciendo uso de su condición soberana, lo hacen para obtener ciertos beneficios a cambio de otorgar algunas concesiones. Vale decir, pues, que la soberanía queda limitada por las ventajas que ese Estado –soberanamente– ha considerado conveniente. Venezuela es parte de la mayoría de los instrumentos internacionales de protección de los Derechos Humanos.

En cuanto a la autodeterminación de los pueblos, consiste en el reconocimiento del derecho de los que son ciudadanos o habitan un territorio soberano para ser los que decidan como ha de organizarse su Estado. Sin embargo, en este concepto también se plantea un espacio de opinión que es la determinación de quién y cómo se expresará esa voluntad, generalmente basado en el deseo de las mayorías y, por encima de ello, la calidad y libertad con que esa mayoría se expresa con el fin de garantizar su legitimidad.

No es igual una elección en el Reino Unido, Costa Rica o India, que son democracias funcionantes, que un Saddam Hussein, Pinochet, Stalin y demás dictadores que despacharon desde palacio, pero estuvieron contaminados por la ilegitimidad de su elección y/o la falta de ella. Categoría separada son aquellos como Hitler o Chávez que a lo mejor tuvieron toda su legitimidad de origen –si ganaron sin trampa–, pero la perdieron a lo largo de su ejercicio.

En cuanto a la intervención humanitaria es menester decir que no todas ellas son ilícitas por definición. Nadie en su sano juicio podría afirmar que en medio de un desastre natural de proporción catastrófica la comunidad internacional no pueda de una vez desplegar las acciones iniciales necesarias para disminuir el sufrimiento humano que se genera mientras se coordina la obtención de los permisos necesarios. Más aún; existe la tendencia actual que postula que en esos casos extremos la intervención humanitaria no solo es un derecho sino un deber originado en la solidaridad.

Aquí llegamos al punto en el que los anteriores conceptos “generalmente aceptados” deben imbricarse con los hechos reales y es por ello que surgen interpretaciones polémicas como la que hoy se presenta en Venezuela.

El gobierno sostiene y predica que en nuestro país no existe ninguna crisis alimentaria ni de servicios. Parece innecesario expresar que tal postura no se compadece con la realidad de los anaqueles vacíos y todos los servicios –públicos o no– colapsados por carencia de insumos y el fenecimiento del Estado de Derecho. Como consecuencia de esa tozuda posición, presenciamos el caos interno y el éxodo dramático de millones de compatriotas que viene generando desestabilización en todo el continente y más allá de él. Así y todo el gobierno chavista/madurista se dio el lujo, o la soberbia, de no asistir a la reunión celebrada esta semana en Quito donde los países de la región trataron posibles estrategias para ayudar a nuestros compatriotas emigrantes.

¿Le parece a usted, lector, que estaría mal que algún país u organización internacional arrimara ayuda alimentaria y/o sanitaria a nuestro territorio preferiblemente con anuencia de Miraflores, pero sin ella, si fuere menester dada la medida de la tragedia?

Los “próceres bolivarianos” que hoy deciden nuestros destinos –y quienes les hacen coro– sostienen que una intervención humanitaria puede ser el preludio de una invasión militar. El tema es debatible, pero ocurre que el tamaño del hambre es tal que a estas alturas primero hace falta comer y solo después sumirnos en discusiones políticas importantes –sí–, pero después de haber comido.

Desde esta columna sugerimos que se pregunte a los millones de compatriotas que hacen cola para conseguir comida o a los cientos de miles que caminan por las rutas de la región si ellos estarían dispuestos a rechazar un paquete de comida o medicinas que les llegue en paracaídas o por buques civiles o no a nuestros puertos o si ellos y sus familias preferirían morir de mengua revisando con anticipación el origen y/o propósito ulterior de quien proporciona el insumo.

Suponiendo que la ayuda fuera aceptada por el gobierno ¿favorecería usted que la misma se reparta en función de la tenencia de un carnet de la patria? ¿Confiaría usted en los “colectivos”, o en los militantes de un partido político para una repartición justa? Si su respuesta a estas dos preguntas es NO, pues deje el falso orgullo, exija que se acepte la intervención humanitaria y póngase en la fila.

No podemos concluir estas reflexiones sin unirnos a quienes exigen la aplicación de la ley y los derechos constitucionales para el joven diputado Requesens. Quienes hoy son carceleros, mañana bien podrían estar detrás de rejas y en ese momento seguramente invocarán el “debido proceso” y las demás garantías que hoy ignoran. La historia tiene muchos ejemplos.


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