Para evitar la repetición de la matanza que tuvo lugar durante la Guerra de los 30 años, se firmó el Tratado de Westphalia, en 1648,estableciendo separación de la política internacional respecto de la interna. Los estados construidos, fundamentados en unidades culturales y nacionales, fueron considerados soberanos en el interior de sus fronteras. La política internacional fue confinada a la interacción al través de los límites establecidos. Para los fundadores, los nuevos conceptos de “interés nacional” y “equilibrio de poder” significaban una limitación, no una expansión, del rol de la fuerza.

La diplomacia surgida de la “Primavera árabe” reemplazó el principio “westphaliano” de  equilibrio por una doctrina generalizada de “intervención humanitaria”. Es en este contexto que se observan internacionalmente los conflictos internos, civiles, mediante prismas relacionados con preocupaciones democráticas, promoción de las libertades y respeto de los derechos humanos. Las potencias externas demandan, exigen, que los gobiernos negocien con sus oponentes a fin de transferir el gobierno pacíficamente. Pero, como el problema, para ambos lados, generalmente es sobrevivir, estos llamados caen casi siempre en oídos sordos. Donde las partes tienen fuerzas dispares, como en Venezuela, cierto grado de intervención externa, incluyendo la militar, se invoca para superar el impasse.

Esta forma de intervención humanitaria es distinta de la política exterior tradicional que alegaba el interés nacional y el equilibrio de poder, pero, aceptada  por tener una dimensión moral, cual es, promover la libertad, justicia y dignidad del hombre. Ella se justifica en sí, aunque no sea una amenaza estratégica, al pretender remover condiciones consideradas como violaciones consuetudinarias de los derechos humanos y restricciones acentuadas de las libertades.

Un cambio de régimen mediante una “intervención humanitaria” exige, casi por definición, un imperativo de reconstrucción posterior. Si esto fracasa, se fragiliza el orden internacional y se generan fuerzas desintegradoras. Espacios donde no existe el imperio de la ley podrían llegar a ser muchos, a dominar el mapa, como ha ocurrido en Yemen, Somalia, Mali, Libia, norte de Paquistán y sucede ya en Siria, podría suceder en nuestro país, donde, por lo demás, la ley se utiliza para combatir opositores, no es imparcial, como se demuestra en la impunidad que cubre  numerosos y escandalosos casos de corrupción, el presidio injusto de dirigentes políticos, estudiantes, etc., al par que violentan a menudo la Constitución. El colapso del estado arrojaría que su territorio se convierta en una base para el terrorismo, tráfico de armas, drogas, por la ausencia de una autoridad central que los contrarreste. Mejor dicho: los imperativos estratégicos tradicionales no desaparecen. Es más, todo esto puede suceder, como en efecto ha sido, sin necesidad del colapso del estado, es decir, cuando la política de ciertos gobiernos estimula esas actividades para promover una presunta revolución nacional y continental.

En Siria, se entrelazan los llamados a una intervención estratégica y humanitaria. En el corazón del mundo musulmán, Siria, bajo la hegemonía de Bashar al-Assad, ha complementado la estrategia de Irán en el Mediterráneo y Medio Oriente. Ha apoyado a Hamas, que rechaza el estado israelita y perturba la cohesión libanesa. El mundo democrático alega tener razones humanitarias y estratégicas para auspiciar la caída de Assad mediante la conjunción de una estrategia diplomática. Por otra parte, no todo interés estratégico es motivación suficiente para una guerra; donde lo es, no hay espacio para la diplomacia.

En todo caso, es muy importante aproximarse al conocimiento de quién reemplazará el liderazgo opresor cuando se realiza una intervención humanitaria. ¿Qué se sabe de él? ¿Acaso el resultado mejorará las condiciones democráticas, humanas y la seguridad? Podría suceder, como en el caso de Estados Unidos en Afganistán, es decir, aquel armó a los talibanes para combatir al invasor soviético, pero luego se voltearon y constituyeron un problema de seguridad nacional. Y en el caso venezolano, representantes de la oposición confiesan no tener programa, lo cual no es nada halagüeño.

Por ello, hay que distinguir entre una intervención estratégica y una humanitaria. Por un lado, el mundo define una intervención humanitaria por consenso, lo cual es bastante difícil lograr y generalmente limita el esfuerzo. Por el otro, una intervención unilateral o fundamentada en una coalición genera resistencias en muchos países que temen la aplicación en el futuro a ellos mismos, como sucede con Rusia, China, y con los latinoamericanos. Por tanto, es más difícil encontrar apoyo interno para tal iniciativa en los países vecinos. La doctrina de la intervención humanitaria corre el peligro de desaparecer por las condiciones para su realización y carencia de habilidad para instrumentarla. En contraste, la intervención unilateral tiene un alto costo político internacional e interno.

Pienso que la intervención militar, humanitaria o estratégica, tiene como mínimo dos prerrequisitos: primero, es crítico lograr un consenso en cuanto a la gobernanza una vez reemplazado el status quo represivo y antidemocrático. Si el objetivo es simplemente “tumbar” un dictador, una guerra civil podría ser la continuación a raíz del vacío creado, ya que grupos armados podría manifestar su descontento con la situación siguiente y diferentes países se alinearían de modo distinto. Segundo, el objetivo político tiene que estar muy claro y viable durante un lapso de tiempo prudencial, pues no se trata de salir de una tragedia humana para caer en otra. La ausencia de claridad en los conceptos estratégicos difícilmente justifica violentar las fronteras con “intervenciones humanitarias” y el riesgo de guerras civiles e internacionales.

Tal vez el punto más neurálgico de las susodichas intervenciones y el reto más difícil para el mundo democrático es el de permanecer como un “convidado de piedra” ante gobiernos que masacran la ciudadanía, saquean el erario público, torturan, infringen la constitución y las leyes, cercenan las libertades, empobrecen la población, con el pretexto de que se trata de un asunto interno y que cualquier acción o comentario externo, intervención, se califica de “injerencia”, escudándose en la soberanía conceptualizada por el pacto de Westphalia, como que se tratase de un coto cerrado, privado. Así como en Venezuela. Evidentemente, la lucha interna casi siempre será desigual, puesto que el desgobierno cuenta con las armas confiadas por el pueblo soberano, las cuales armas siempre son utilizadas perversamente en contra de la voluntad popular que se vuelca hacia la intranquilidad social, la protesta de diversas formas y acarrea finalmente ingobernabilidad, asesinatos.

Entonces, ante la ineficacia de las instituciones internacionales existentes, como la OEA, y como cunden gobiernos usurpadores  de las competencias otorgadas en las respectivas cartas magnas, se deberían crear nuevas instancias, mecanismos internacionales, o reformar las existentes, que faciliten salidas democráticas y evitar sufrimientos innecesarios y prolongados a las poblaciones involucradas. Esas nuevas instituciones serían  sostén de las iniciativas internas auspiciadoras del establecimiento de un régimen de justicia y libertades. Pero, deberían establecerse criterios, requisitos para juzgar cuándo sería preciso tal estímulo externo para evitar conductas antojadizas, irresponsables.

Se propaga en los medios internacionales la tesis según la cual conviene intervenir militar o estratégicamente cuando la nación en cuestión es un reservorio de cuantiosas riquezas naturales que por extensión son de la humanidad y convendría utilizarlas óptimamente dada la ineficacia de la población interna para aprovecharla y generar bienestar sustentable, o cuando un desgobierno pacta con nuevos imperialismos y entrega desigualmente sus reservas de recursos, vendiéndose como Judas “por un plato de lentejas” con tal de oxigenar la permanencia en el poder y continuar el desbarajuste generalizado, convirtiéndose en objeto de burlas  en el exterior, desprestigiando el gentilicio y la nacionalidad, como sucede ahora a Venezuela.

De modo que la ingobernabilidad podría tener dos fuentes: por un lado, la corrosión de las libertades; y, por otro, la incapacidad colectiva para transformar sustentablemente la reserva de recursos naturales y proveer bienestar generalizado, permaneciendo injustificadamente en la pobreza, acrecentando las desigualdades y la vida precaria, sobre todo, cuando casi toda la dirigencia busca por doquier modelos de desarrollo como si fueran enlatados importables, despreciando las capacidades formadas internamente. En última instancia, se trata de una gran pereza mental.  En nuestro caso, es lo que llamo humildemente surrealismo nacional.

No es excluyente que se registren ambas causales y sean aún más agudas, tal vez crónicas, las vicisitudes políticas, económicas y sociales que desembocan en la ingobernabilidad, demandando la intervención externa diplomáticamente, como trata de hacerlo el Sr. Luis Almagro desde la OEA, opción que aparentemente no termina de concretar por obstáculos en el funcionamiento de dicha institución; por eso, a lo mejor,  ahora llega en onda expansiva la declaración muy insinuante del jefe del comando sur de Estados Unidos sugiriendo prácticamente una intervención militar en Venezuela a causa de la crisis humanitaria y de gobernanza, la cual declaración debería ser analizada seriamente, máxime por aquellos culpables del deterioro nacional, tanto en el gobierno como en la oposición.

Al final siempre vale la pena moralmente luchar por las libertades cuando permanecen sojuzgadas por desgobiernos y sus acciones totalitarias. Si consultamos a Maquiavelo aconsejaría restablecerlas por cualquier medio, tal vez. Mejor dicho: la pretendida inmoralidad que pudiese existir al apelar a ciertos medios cuestionables, inconstitucionales, quedaría compensada por la obligación moral que exige dedicación incansable para recobrar las libertades. Detenerse a pensar en la moralidad de los medios o en su constitucionalidad, implica estancamiento, irresponsabilidad, máxime cuando generalmente el adversario no se detiene en consideraciones moralistas y violenta a diario la constitución.


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