Por un lado, Maduro, a quien acusan de usurpador, tal vez porque apenas obtuvo una votación de 17% el pasado 20 de mayo, de todo el universo de votantes, en unas elecciones cuestionables por carencia de pulcritud y no libres. En realidad, se trata de un golpe de Estado perpetrado por una minoría para apoderarse de la Presidencia de la República. La Constitución vigente, tantas veces violentada por el chavismo, no establece que para ser declarado presidente electo el candidato debe obtener, al menos, tal o cual porcentaje de los electores llamados a sufragar, pero tampoco que un candidato puede posesionarse de la Presidencia de la República, aunque obtenga cualquier porcentaje de votos. Al respecto, hay un silencio constitucional.

De modo que estamos frente a un hecho jurídico-político: Maduro solo obtuvo 17%, esto es una cifra no representativa, muy minoritaria, y no puede aspirar a gobernar un país que lo rechaza en más de 80%, según las encuestas; este 17% es muy bajo política y electoralmente: es 3,3 veces inferior a la mitad más 1; es decir, a la mayoría de los invitados a votar. Este es un hecho político evidente que desfavorece a Maduro y a sus seguidores. Se juramentó para un nuevo período presidencial; está atrincherado en Miraflores confiando en el apoyo de Cuba y de las bayonetas, contradiciendo todas las prácticas y doctrinas democráticas. Evidentemente, nuevas elecciones pulcras, libres, sin ventajismo oficial, con observación internacional respetable, un nuevo CNE imparcial, sería unas de las vías a seguir para salir de la pugna, pero no es viable políticamente con Maduro.

Por el otro lado, la Asamblea Nacional que nombró y juramentó una nueva junta directiva presidida por el diputado Juan Guaidó, quien alegando apoyarse en los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución actual se atribuye funciones del Ejecutivo, dado que existe un vacío de poder y una usurpación. Las bases legales de su decisión están en plena discusión, avivada por la decisión de la AN de arrogarse el Poder Ejecutivo. Ha recibido mucho apoyo nacional que, a su vez, es rechazo del régimen, e internacional, pero dichos sustentos no son suficientes, no tienen la fuerza para desalojar un régimen despótico, bien que los cabildos convocados y la manifestación del próximo 23 de enero sean masivos y contundentes, eventos que difícilmente acarrean cambios de gobierno como lo enseñan las protestas de la primavera árabe, pues siempre hay una lucha desigual: una población civil cansada del despojo, hambre, empobrecimiento y otra en el poder, armada, malbaratando y robando los recursos del erario público, con cierto soporte internacional, sobre todo, del ejército de ocupación cubano que es el verdadero germen perturbador de la política venezolana y latinoamericana.

Este pugilato ha creado cierta anarquía y desconcierto en las instituciones estatales, en empleados públicos, militares, no saben qué hacer, si plegarse a la dictadura usurpadora o a las promesa de la Asamblea Nacional, único órgano legítimo elegido por decisión mayoritaria de los electores. La lucha paraliza al país, retarda las decisiones, tiene un elevado costo monetario, así como en tiempo y recursos humanos. El país no debería continuar en esta contienda; de prolongarse, podría surgir un árbitro nacional o internacional o de ambos sectores que ojalá sea para restablecer la Constitución y la democracia.

A raíz de “la primavera árabe” se reemplazó el principio westphaliano de equilibrio en las relaciones internacionales por una doctrina generalizada de “intervención humanitaria”, dada la imposibilidad de que las protestas masivas cambiaran regímenes dictatoriales. Es así cómo se observan ahora internacionalmente los conflictos internos; es decir, mediante prismas relacionados con preocupaciones democráticas, promoción de libertades y respeto de los derechos humanos.

En estos casos, la comunidad internacional exige que los gobiernos negocien con sus oponentes para transferir el gobierno pacíficamente, objetivo irrealizable en el caso de Venezuela, máxime cuando impera la tozudez para imponer una pretendida revolución socialista ya fracasada, en la que las partes tienen fuerzas dispares, como en Venezuela, un cierto grado de intervención externa, en sus diferentes modalidades, se invoca para superar el impasse. Para evitarlo aquí, otra manera de superar el pugilato es que Maduro dé muestras de habilidades políticas saliéndose de la hoja de ruta para la destrucción nacional y entregue el poder, lo cual parece utópico. Las vías democráticas para superar la crisis parecen cerradas.

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