La gravísima crisis humanitaria que atraviesa Venezuela, que se traduce en una violación masiva de derechos humanos y en la realización de crímenes internacionales, abre el debate sobre los principios y conceptos de Derecho Internacional aplicables para enfrentarla. Algunos de ellos hoy necesariamente en revisión; otros establecidos en épocas más recientes, en respuesta a la transformación de la sociedad internacional que transita hacia una verdadera comunidad internacional, basada en valores y principios comunes.

De un lado tenemos la soberanía, la no injerencia en los asuntos internos de los Estados y la prohibición del recurso a la fuerza, y del el otro el deber de proteger y la intervención humanitaria.

Es claro que la soberanía no es más un concepto absoluto. El surgimiento de normas superiores, inderogables e imperativas, que conforman el orden público internacional va a limitar el concepto y a disminuir el dominio reservado del Estado. La violación de las normas fundamentales de Derecho Internacional que conforman ese orden público autoriza a todos los Estados a actuar y a exigir al Estado transgresor que cese la violación y que restituya el orden, lo que nos obliga a considerar también la relatividad del principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados. Un Estado no puede, en definitiva, recurrir a la soberanía como principio fundamental de la existencia misma del Estado, para violar los derechos humanos, para cometer crímenes internacionales. El concepto establecido en 1648, en Westfalia, ha sido definitivamente superado.

La prohibición del recurso a la fuerza y de la amenaza de su uso también ha evolucionado. Una vez era aceptado como medio para solucionar las controversias internacionales. Mas tarde, el recurso a la fuerza se limita, dando paso a la formación de una norma que prohíbe su uso, primero en las convenciones de La Haya de 1899 y de 1907, luego en el Pacto de la Sociedad de Naciones y en el Tratado Briand-Kellog y finalmente en la Carta de las Naciones Unidas en 1945 (Art. 2-4) y en resoluciones ulteriores que confirman y codifican la norma consuetudinaria, estableciéndose dos excepciones: las medidas autorizadas por el Consejo de Seguridad (Art. 41 y siguientes de la Carta) y la legitima defensa, aceptada en ciertas condiciones (Art. 51 del mismo texto), sin hacerse mención a la intervención humanitaria que ha provocado un debate importante entre los juristas en los últimos tiempos. La intervención humanitaria, definida como una acción militar para proteger a poblaciones sometidas a violaciones masivas de derechos humanos, debe extraerse de la norma que prohíbe el recurso a la fuerza que se refiere específicamente a la integridad territorial y a la independencia política de los Estados, tal como establece en el artículo 2-4 de la Carta.

Al lado de estos principios y conceptos surgen otros que van a responder a esas exigencias de la sociedad internacional que evoluciona, como dije, hacia el establecimiento de una auténtica comunidad internacional que otorga prioridad al respeto pleno de los derechos humanos. Principios y conceptos que se acomodan en el orden jurídico para facilitar el logro de objetivos comunes, como es el caso de la protección de los derechos de las personas.

Ante la violación masiva de los derechos humanos, evidente más que antes en la década de los noventa del siglo pasado, la consciencia evoluciona y abre paso a la revisión de los principios y conceptos y al surgimiento de otros. Y es acá en donde ubicamos el “deber de proteger”, un concepto referido desde entonces en discursos y textos en la ONU, esbozado inicialmente por la Comisión Internacional sobre intervención y soberanía de los Estados (CIISE) en su Informe de 2001 y recogido, aunque no de manera exacta, en la resolución 60/1 de la Asamblea General de la ONU en 2005, en sus párrafos 138 y 139 que establecen, y subrayo, que el deber primordial de proteger corresponde al Estado receptor o de la crisis, y en su defecto, subsidiariamente, a la comunidad internacional en su conjunto, que debe actuar para detener las violaciones de derechos humanos masivas y la realización de crímenes internacionales, tal como lo había adelantado el secretario general de la ONU de entonces, Butros Butros-Ghali, cuando afirmó en la Conferencia de Viena de 1993 sobre derechos humanos que “la acción internacional debe plantearse cuando los Estados se revelan indignos de su misión, cuando contravienen los principios fundamentales de la Carta y, cuando lejos de ser protectores de la persona humana, se convierten en sus verdugos (…) En tales circunstancias le corresponde a la comunidad internacional actuar en nombre de los Estados fallidos”.

Los Estados tienen el deber de proteger a sus ciudadanos de las violaciones masivas de derechos humanos. Subsidiariamente, ese deber recae en la comunidad internacional. Se trata ante todo del deber de prevenir las situaciones, de reaccionar y ofrecer todos los medios para superarlas y de, en una etapa posterior, reconstruir las sociedades afectadas. Es ese conjunto de responsabilidades que conforman el deber de proteger.

La insistencia del régimen usurpador de Maduro en violar los derechos humanos, que se agrava con la negativa del ingreso de la ayuda humanitaria para salvar a los venezolanos que sufren la miseria en todas sus formas, abre el debate sobre la legitimidad y la legalidad de la intervención humanitaria que, como dijo Koffi Annan, es “una cuestión delicada, plagada de dificultades políticas y sin soluciones fáciles”. Precisó el entonces secretario general que “…no hay ningún principio jurídico –ni siquiera la soberanía– que pueda invocarse para proteger a los autores de crímenes de lesa humanidad. En los lugares en que se cometen esos crímenes y se han agotado los intentos por ponerles fin por medios pacíficos, el Consejo de Seguridad tiene el deber moral de actuar en nombre de la comunidad internacional. La intervención armada debe seguir siendo siempre el último recurso, pero ante los asesinatos en masa es una opción que no se puede desechar.” (Doc. Nosotros los pueblos. La función de las Naciones Unidas en el siglo XXI, doc. A/54/2000, par.219).

Una intervención humanitaria puede plantearse en determinadas condiciones: una violación grave de derechos humanos fundamentales, agotamiento de los recursos diplomáticos y políticos para resolver la crisis, urgencia en intervenir y que, entre otras, se limite en el tiempo y en el espacio. También, se exige todavía hoy que la intervención humanitaria se lleve a cabo de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, en particular, en el marco del capítulo VII, que establece la autorización del Consejo de Seguridad, para el uso de la fuerza, pues todavía no ha cristalizado una norma de derecho consuetudinario que la permita sin tal autorización, es decir, en forma unilateral.

Si bien una intervención humanitaria, en las condiciones señaladas, es legítima, al responder a las necesidades de una población, un criterio que debe prevalecer, hay posiciones diferentes en cuanto a la legalidad de las intervenciones humanitarias unilaterales, es decir, las no autorizadas por el Consejo de Seguridad. Para unos, el recurso unilateral es válido, pues debe prevalecer el respeto de los derechos humanos y todo Estado está facultado para exigir el respeto de las normas fundamentales de Derecho Internacional; mientras que para otros es indispensable, para garantizar su buen uso, que sea autorizada por el Consejo de Seguridad.

Una intervención humanitaria, muy distinta a una intervención militar aprobada en el marco de los artículos 41 y siguientes y del artículo 51 de la Carta de la ONU, resultaría legítima ante las atrocidades que están a la vista de todos, en una Venezuela dominada por un régimen militar criminal que niega incluso la ayuda humanitaria. Una intervención humanitaria responde a la imperiosa necesidad de salvar a una población de la comisión de crímenes internacionales como los de lesa humanidad claramente identificados, pese a la negativa de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional de aceptar tales hechos como constitutivos de crímenes objeto de la competencia de la Corte.

La ONU ha autorizado expresamente numerosas intervenciones armadas que han sido caracterizadas como humanitarias. Somalia, (1992), Haití (1994) Ruanda (1994), Bosnia y Herzegovina (1995), Albania (1997), Timor Leste (1999), Cote d’Ivoire y Libia (2011). También ha habido autorización implícita incluso posterior (ex post facto) en los casos de Irak, Kosovo, Liberia y Sierra Leona, intervenciones que se llevaron a cabo para garantizar la ayuda humanitaria, no para favorecer una determinada situación o a una de las partes en conflicto.

Es cierto que todavía, pese a que se ha venido conformando, no existe una norma que contenga el derecho a la intervención humanitaria unilateral en derecho positivo; y que una intervención humanitaria está todavía sometida a la Carta de la ONU, en particular, a la autorización del Consejo de Seguridad, como dijimos antes. La intervención unilateral de la OTAN en Yugoslavia, en 1998, habría sido contraria a la Carta de la ONU y, ciertamente, es difícil de justificar, aun interpretando de manera amplia sus disposiciones. No obstante, como la intervención estaba destinada a poner término a una catástrofe humanitaria y como no fue condenada por el Consejo de Seguridad (por el veto de Rusia) nos preguntamos si tal intervención no se ajustó a una norma consuetudinaria establecida o en formación, la que hoy podría sustentarla.

El Derecho Internacional debe evolucionar para responder al terrible dilema del sufrimiento humano y la inacción de la comunidad internacional. Mientras el Consejo funciona con base en el veto y no actúa para garantizar el ingreso y la distribución de ayuda humanitaria en un país, el sufrimiento crece, cobrando victimas impedidas de acceder a lo más elemental: alimentos, agua, medicina, electricidad. Y ante tal inacción, basada más en razones políticas que humanitarias, es poco el margen que quedaría a una población víctima de atrocidades que, por lo general, en ausencia de intervenciones y otras presiones, se intensifican y cobran mayor número de víctimas.

La ayuda humanitaria, entendida como una acción para proteger la vida, la salud y los derechos humanos de poblaciones sometidas, debe ingresar al país para mitigar la crisis. Los venezolanos la necesitan. El régimen de Maduro la rechaza, lo que contraría los principios de derecho internacional y de humanidad más elementales. Ante un régimen que lejos de cumplir con sus obligaciones, el respeto y la promoción de los derechos humanos, se ha convertido en el verdugo del pueblo, la comunidad internacional debe actuar, ante el estado de necesidad, lo que no es injerencia indebida, desde luego, para impedir que se sigan cometiendo violaciones masivas graves de derechos humanos, individuales y colectivos, que se traducen en actos constitutivos de crímenes de lesa humanidad, como el exterminio (Art. 7 del Estatuto de Roma).

No se trata de alentar una intervención humanitaria y menos de cualquier forma, que siempre tienen un costo político y humano muy alto, sino de alertar sobre las opciones que se abren ante la negativa reiterada del régimen de Maduro de aceptarla, agotando o despreciando, más bien, las fórmulas políticas.

Si la comunidad internacional, dejando de lado su deber moral, no actúa de acuerdo con su responsabilidad de reaccionar ante el desastre humanitario que vive una población como la nuestra, por la parálisis del órgano que se supone debe velar por la paz y la seguridad internacionales, el gobierno interino de Juan Guaidó podría, una vez agotados todos los esfuerzos diplomáticos y políticos, sobre la base de la norma constitucional que le autoriza, solicitar la protección militar de la ayuda humanitaria para garantizar su ingreso y su distribución, lo que se ajusta al Derecho Internacional, es decir, a su legalidad.

Desde luego, como en el marco de toda controversia, es de esperarse –lo que no es fácil– que el régimen usurpador entienda de una vez por todas la gravedad de la situación, el sufrimiento de los venezolanos y que acepte el ingreso y la distribución de medicinas y alimentos, sin obstáculos, para aliviar la catástrofe que cada vez se complica más y parece escaparse de las manos.


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