A veces, en verdad, muchas veces, lo que queda de debate público en Venezuela es una especie de teatro del absurdo. Los voceros de la hegemonía se rasgan las vestiduras por algunos planteamientos en relación con una imaginaria y futura intervención extranjera en Venezuela. Y no pocos voceros de la llamada “oposición política” tampoco pierden la oportunidad de rasgarse las vestiduras, no se sabe si por algo que se parezca a convicción o más bien a conveniencia.

Ahora bien, ¿por qué todo esto se asemeja a un teatro del absurdo? Porque la intervención extranjera en Venezuela, tanto política como militar, ya ocurrió; y ocurrió hace bastante años, y ocurrió no por imposición de una potencia foránea, sino por el acuerdo público, notorio y comunicacional del poder establecido en el país intervenido y del poder establecido del país interventor. ¿O acaso la hegemonía del castrismo cubano sobre el régimen imperante en Venezuela no equivale a una intervención extranjera?

No lo digo yo, lo dijo hasta el cansancio el predecesor, cuando se ufanaba de que Venezuela se inspiraba en el modelo cubano, y lo ha repetido, también hasta el cansancio, el sucesor, quien, por cierto, fue designado como tal por estar subordinado –desde siempre– a los dictados de La Habana. Claro que la realidad también tiene mucho de caricatura, porque en Cuba hubo una revolución ya que sus adalides eran revolucionarios, o al menos lo fueron durante una época que duró largos años. Acá, la autodenominada “revolución” la representan, en líneas generales, muchos de los peores corruptos del planeta. Siguiendo con lo del teatro del absurdo, la genuina “revolución” que ha acontecido en la Venezuela del siglo XXI es la revolución de la corrupción y del envilecimiento.

Pero eso no solo surgió de una fuente nacional. No. Esa corriente corrosiva, en gran medida, tiene un origen foráneo. Castrista, para ser más preciso. Y su inmensa fuerza de dominio sobre la nación venezolana no hubiera sido posible por una mera resonancia ideológica –que ya está visto era más caricatura que otra cosa, en lo que respecta a los carteles bolivaristas–, ni tampoco como consecuencia de una asesoría intermitente del veterano Fidel, veterano sobre todo en las malas artes del continuismo; no, ese dominio generalizado se fue fundamentando en el montaje progresivo de un proyecto de dominación, vale decir, de una estructura de dominación, vale decir, de una intervención para la dominación. Y si tal cosa no es una intervención extranjera, nada lo es.

¿Qué parcela principal del poder en Venezuela, sea política, administrativa, militar, diplomática, energética, económica-social, educativa, tecnológica, comunicacional, no está bajo la atenta supervisión de los patronos castristas? Acaso no hay hasta un virrey cubano para Venezuela, que es uno de los comandantes históricos de la revolución cubana, Ramiro Valdés Menéndez, quien por cierto no es un improvisado, sino el fundador del G-2 y un curtido dirigente con amplia trayectoria de intervencionismo en los asuntos de muchos países de la región y de más allá.

Hay que hablar claro. De lo que se trata no es de favorecer otra intervención extranjera, sino de liberar a Venezuela de la intervención extranjera que la sojuzga, con la complacencia de Maduro y los suyos. El tema de la intervención extranjera no es uno que pertenece a la esfera de lo eventual, de las posibilidades inasibles o de la silueta de lo sobrenatural. Nada que ver. Es la realidad diaria y brutal de la vida venezolana, desde hace, repito, bastante años.

Si no reconocemos eso, no podemos luchar contra eso. Y si encima de lo que se está pendiente es de disfrazarse con el tricolor cada vez que Almagro da una declaración, entonces se le hace el juego a la hegemonía roja o, para decirlo de otro modo: se le hace el juego –a sabiendas o no– a la intervención extranjera que apuntala a esa hegemonía despótica y depredadora.

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