I

La inteligencia es un concepto difícil. Se trata de un constructo teórico discutido por generaciones hasta la actualidad. Y aun cuando el término fue fuertemente rechazado por filósofos como Francis Bacon, Thomas Hobbes, John Locke, David Hume, entre otros, quienes preferían referirse concretamente al conocimiento en lugar de la inteligencia, siempre ha existido un cierto acuerdo en la comunidad científica de considerar a la inteligencia como una capacidad, aptitud, habilidad y destreza que poseen los seres humanos. Ahora bien, el rendimiento de estas cualidades –algo que no generaba mucha atención en las generaciones anteriores– es quizás una de las consideraciones más discutidas en estos tiempos en que la globalización y la economía de la innovación se imponen como paradigmas de convivencia.

Por lo tanto, no es ni medianamente recomendable distraerse en la connotación de la inteligencia natural, aquella que versa de la disposición biológica e innata que puede tener el individuo para a través de su mente aprender, entender y razonar.

Según la American Psychological Association, la inteligencia es un enfoque que sirve para aclarar y organizar un conjunto de fenómenos que implica la complejidad de las formas en que se desarrolla el conocimiento. La revolución tecnológica y su efecto en la dinámica económica mundial justamente aborda dicha complejidad, hace que los individuos difieran con mayor intensidad uno de los otros, y también hace que la experiencia y el conocimiento generen nuevas formas de razonamiento y una mayor capacidad de reflexión que antes. La inteligencia es ahora, y como nunca antes, un imperativo del bienestar social y económico; y su rendimiento está condicionado más a la capacidad del Estado, el gobierno y las instituciones que a la facultad individual misma de los ciudadanos de poder difundirla.

II

Ya no es más cierto que a un país le va mejor que a otro por el tamaño de su economía, inflación baja o moderada, baja tasa de desempleo, balanza comercial de pago equilibrada o favorable, entre muchos otros. No, el paradigma tecnológico y la globalización exigen de una alta capacidad del Estado en tomar las decisiones. A los países les va bien porque se comportan de una forma más inteligentes que otros y porque incluyen dentro de sus factores de medición variables vinculadas al uso y aprovechamiento del conocimiento. Se trata de un tipo de conocimiento manejado con vasta inteligencia. De manera que nos referimos a países que discuten y deciden combinando verdaderamente política, intelecto y demanda social.

III

Los países de América Latina, aunque con muy pocas excepciones, presentan un conjunto de características que no son compatibles con los países que saben que la globalización y la economía de la innovación imponen la dinámica de la producción; e imponen también nuevas condiciones para atender la demanda social. Los países de la región presentan serios problemas para pensar con profundidad sobre el elemento que impone la nueva convivencia mundial, la innovación.

Lo primero es que los actores con capacidad de procesar y utilizar el conocimiento experto cohabitan en una sociedad jerarquizada y controlada desde las cúpulas políticas, en la que el razonamiento lógico y complejo no impregna en el poder político, aunque paradójicamente sea desde este espacio donde se toman las decisiones. Adicionalmente, el rentismo y la monoproducción ejercen en el espacio político una fuerte dependencia que impide la toma de decisiones en un contexto de riesgo, cambio e innovación. Por lo tanto, la capacidad nacional de aprovechar el conocimiento experto es muy baja. El razonamiento se produce y domina solo en el contexto de los intereses de las cúpulas políticas. Así, se ejerce casi un control absoluto de las instituciones y las demandas de los ciudadanos sin mayores cambios (Inteligencia subordinada).

Lo segundo es que a partir de la subordinación de la inteligencia se genera una mayor competitividad del saber intelectual y del conocimiento experto, ambos están estrechamente conectados con los intereses del status político dominante. En consecuencia, el conocimiento experto sufre una alta dispersión, pero además confronta a otros conocimientos con bajo nivel de racionalidad, dado que está subordinado a los intereses políticos. Este conocimiento no puede ser ni colectivamente captado ni razonablemente digerido para convertirse en razonamiento que genere demanda social. Así las cosas, los actores que lo producen lucen desenfocados y carecen de credibilidad (Inteligencia dispersa).

Lo tercero es que en un contexto en el que predomina la inteligencia subordinada y dispersa, el sistema político dominante limita, rechaza y expulsa la mayor parte del conocimiento experto. Esto reproduce y radicaliza la dispersión del conocimiento tanto a lo interno como a lo externo de un país. Y es así como uno pudiera considerar que la fuga de conocimiento es posiblemente una de las mayores pérdidas económicas y sociales de la sociedad moderna (Inteligencia expulsada).

IV

Lo que políticamente no parece interesar a muchos gobiernos es el reducir la desconexión entre capital intelectual y demanda social, porque ello supone sustituir el estatus político actual dominante por uno inteligente. Y allí justamente es donde tiene un papel importante el rendimiento de la inteligencia, en plantear una nueva política en todos los niveles con capacidad, aptitud, habilidad y destreza en modo colectivo y plural. Algo que a estas alturas es tarea indispensable, sobre todo, para la nueva generación. Así es que parece poder evitarse que desde la ignorancia aparezcan nuevos mesías, o de la derecha o de la izquierda.


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