El gobernador contrató a un arquitecto y urbanista inglés para que viniera a Caracas, la viera y diagnosticara qué podría hacerse para mejorarla. Conozco la historia porque le tocó a mi amigo Gonzalo Castellanos, arquitecto y fundador del grupo literario Sardio, servir de edecán o ayudante del invitado dada la circunstancia de que, siendo arquitecto, Gonzalo poseía, además, dominio del idioma inglés.

Lo primero que vio el urbanista fue una construcción cerca del palacio de gobierno y comentó lo curioso que resultaba un convento frente al edificio más emblemático del poder político y le pareció que era conciliar armoniosamente el poder temporal, político, con el poder espiritual de la Iglesia. Pensaba el inglés que semejante convivencia mostraba con civilizada claridad un país de vida serena y beatífica. Pero Castellanos le hizo ver que se trataba del Palacio Blanco; que su presencia arquitectónica más propia de un convento llamaba a engaño porque nada tenía que ver con recogimientos espirituales, vísperas o cantos gregorianos, ya que era una prolongación de Miraflores un brazo burocrático pero eficaz del poder político.

Luego, el invitado visitó y recorrió La Pastora, siempre acompañado de mi amigo, y preguntó si en ese amable lugar vivían los artistas e intelectuales, porque en su opinión era, con seguridad, un buen ambiente para desarrollar posibilidades creativas. Gonzalo le hizo ver que los intelectuales preferían vivir en el este de la ciudad en mediocres quintas rodeadas de un pequeño, ridículo y mezquino jardín. Explicó que La Pastora fue en un tiempo una apacible parroquia con dos salas de cine; una con un techo que parecía un cielo estrellado, y la otra, “esa que usted ve frente a esa pequeña plaza como prolongación de la iglesia”. Allí se venera, dijo, a la Divina Pastora cuya imagen data del siglo XVIII. Agregó en tono casi académico que la imagen es una copia de la original que se encuentra en Sevilla; que el terremoto de 1812 destruyó la primera edificación y el templo se volvió a levantar, pero que la verdadera Pastora de los creyentes vivía en el interior del país, en Barquisimeto.

Volvió el urbanista inglés a equivocar su mirada profundizando el objetivo de su presencia caraqueña cuando estableció que la gente que vivía en las suaves lomas que circundan el valle ocupaban los mejores lugares porque disfrutaban no solo de aire y luz, sino de una espléndida vista de la ciudad, algo que tendrían que envidiar quienes viven abajo en la parte angosta del valle.

Gonzalo Castellanos se armó de paciencia: explicó que las lomas son todas iguales, pero existe una clara diferencia que determina que unas se llamen colinas y las otras, cerros. En Brasil los cerros caraqueños se llaman favelas y son símbolos del subdesarrollo. En las colinas reside gente de suficientes ingresos económicos. Contrariamente, en los cerros sobrevive gente de escasos recursos. Como quiera que los pobres son más, hay más cerros y ranchos que mansiones. La clase media, explicó Gonzalo, no abriga el menor deseo o interés de vivir en un cerro, pero tampoco tiene la fortaleza económica como para residir en una colina.

Explicó cuidadosamente la diferencia entre un barrio y una urbanización y de cómo las antiguas y privilegiadas parroquias se fueron convirtiendo en barrios y luego en barriadas marginales.

Cuando el inglés recorrió la urbanización La California quedó fuertemente impresionado por la multiplicidad de elementos arquitectónicos que se observan en sus quintas. No supo explicárselo, pero Gonzalo le hizo ver que ellas respondían al concepto de país que sostuvo la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez: un batiburrillo ideológico que dejó su impronta en la arquitectura y en la vida venezolana, entonces derrochadora, bebedora de whisky y agua de Escocia.

El inglés continuó desatinando o, mejor dicho, acertando en sus desatinos, situando en justo lugar lo que la realidad había colocado fuera. Detectó las incongruencias. Señaló las monumentales contradicciones de una ciudad que se confunde a sí misma. ¡Una ciudad ingobernable!, como dijo alguien alguna vez. Le pareció que Caracas crece como la mala hierba solo para que los urbanistas corran detrás tratando de enmendar las desorientaciones.

Evidenció un abigarramiento arquitectónico que no obedece o respeta normas ni ordenanzas. Gonzalo le dio la razón. El inglés preguntó por el destino social de la renta petrolera; detectó la manera como nos comportamos: a la machimberra, serpenteando canales en la autopista a toda velocidad; animados permanentemente por la viveza criolla, que consiste en escamotear el tiempo y el espacio de los otros; la violación de los derechos humanos; los desafueros ecológicos; permitir que los automóviles se estacionen en las aceras…

El invitado recorrió y observó la ciudad y la miró no con ojos europeos sino con una fría mirada británica, y concluyó diciéndole al gobernador que había que reinventar Caracas, reacomodarla, pero que primero tendríamos que cambiar nuestra conducta hacia ella. En una palabra, volver a colocar en la escuela primaria aquella materia desaparecida llamada Moral y Cívica, es decir, disponer de una cultura ciudadana.

¿Qué hizo el gobernador? Lo que hace todo gobernador venezolano que se respete. ¡No hizo ningún caso! Montó al inglés en un avión y lo mandó para su casa en Southampton, un puerto que se hizo famoso porque de allí zarpó el orgulloso Titanic sin saber que lo esperaba la mayor catástrofe en la historia naval, pero Caracas continuó su indetenible y atolondrado crecimiento a sabiendas de que estaba diseñando su propio naufragio.


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