Cada uno de nosotros encontró el lugar donde arde el infierno; otros descubrieron el aspecto que ofrece. ¡Es real o mítico! En sus inmemoriales antros siguen hirviendo ollas y calderos para que muchos lo crean y digan que se mantiene activo en el centro de la tierra. Es fuego líquido en pavoroso hervor y tropiezan a su alrededor demonios atareados en suplicios y gritos de muerte de los pecadores condenados a sufrir en la eternidad. El cielo está arriba: es el lugar donde al morir los hombres justos y virtuosos van a cantar llenos de júbilo. En la mitad del camino, debajo del cielo, está la tierra y en ella gozamos en vida de relativa tranquilidad pero en las profundidades, en el oscuro y larvario universo de los muertos, el infierno aviva el castigo eterno.

Dante Alighieri descendió hasta el Cocito, un afluente del Aqueronte, el río que delimitaba la frontera entre el reino de los vivos y la comarca de los muertos. Condenados a cruzar el Cocito, los difuntos debían pagar un óbolo al barquero Caronte; pero los que no podían hacerlo eran obligados a vagar, como sombras, alrededor de sus orillas.

Dante descubrió que en el infierno, dividido en nueve círculos, no se cultivaba ningún infame calor, sino que era un inmenso lago congelado, un frío abominable.

Después, la humanidad consideró que las poderosas raíces que alimentan al árbol que crece y busca tocar el cielo con sus ramas no podían soportar el suplicio del infierno que se activaba en el fondo de la tierra y hubo que situarlo en otra dimensión, en un espacio exterior, en un agujero negro, en un sepulcro, en algún lugar invisible o en nuestros propios corazones. Y este es el mejor lugar que ha encontrado para fomentar y mantener sus estragos.

El infierno socava el matrimonio, se viste de marido o de mujer, marchita la sensibilidad de los noviazgos y distorsiona el caminar de las viejas mujeres tacones tuertos. ¡Altera la vida de un país!

El infierno arde y se consume en nosotros mismos, crepita en nuestras propias almas; se aplaca o se enerva cada vez que cree hacerlo, cada vez que siente una motivación. El infierno va conmigo a todas partes. Es más, descubrí que le gusta asumir la nacionalidad que más se ajusta a sus perversidades. Acompañó un buen tiempo a Hussein y a Gadafi, y vigila y sopesa las opciones que le ofrecen ciertos países islámicos; algunos africanos; Nicaragua, Cuba y la Venezuela bolivariana y su nefasta diáspora e hiperinflación. Al parecer, este último país le apetece sobradamente, y al instalarse en el humeante estiércol chavista asumió la trastrocada conducta de sus mandatarios, exploró y contaminó la geografía física y humana venezolanas, decapitó la dirigencia cultural y esparció unas semillas rojizas llamadas socialismo bolivariano que erosionaron en pocos años la dignidad y fortaleza del otrora país promisor. Al aproximarse a nosotros y tramitar acuerdos con el oscuro y absurdo comandante Chávez, Satanás consideró que Venezuela era similar a los antiguos países que aceptaban las torturas como exigencia de la propia condición humana; quemaban a las brujas y hechiceras y aplicaban instrumentos de tortura para salvar las almas que consideraban “extraviadas”.

Hoy, el infierno anclado en Venezuela arrastra consigo el nombre de La Tumba, y seres diabólicos forman grupos violentos armados por el propio régimen militar, y enajenados por una ideología perversa. Se llaman legión. Son los guardias nacionales bolivarianos, los enchufados, los que tienden a ser y a no ser bolivarianos; los que son constitucionalistas equívocos y traidores como Hernann Escarrá. De los cuarteles emanan órdenes severas y de flaco espíritu civil; el militar disfruta con la diáspora, festeja la caída humana y la muerte por hambre en los barrios; la aridez se apodera de vastas regiones, la desventura asedia Mérida, Maracaibo, San Cristóbal y todas las otras ciudades venezolanas que alguna vez abanderaron sus progresos disfrutando aires democráticos, y las almas torturadas se conocen por los epítetos de oligarcas, gusanos, traidores a la patria.

El infierno, en todo caso, no ha dejado de supliciar a los matrimonios enfrentados agriamente y a las personas que resbalaron en la vida y siguen cayendo por el acantilado de un incierto destino. No es un lago congelado; no es un río que discurre desde los tiempos griegos; tampoco es el desierto donde Jesús se enfrentó al demonio. ¡Es el fascismo bolivariano! Una ráfaga de indócil y vengativo populismo que al cruzarse con los desaforados envíos del narcotráfico terminó de modernizar la imagen de Satanás como suprema eminencia detrás de la silla de Miraflores.

Desde hace casi veinte años, desde que el Comandante convertido en pájaro abandonó el mundo, esta silla se situó en el lado inferior y negativo de la autoridad venezolana, en la zona baja, larvaria, agusanada. En el régimen militar no se producen vivas a la vida, pero brotan, incesantes, lágrimas de muerte. Solo hay precipitación hacia el dinero corrupto, tendenciosa inclinación hacia el crimen, hacia el sujeto torturado y sin vida lanzado al infierno por la ventana de su otra muerte, autosuicida, oficial, mal publicitada.

Orfeo descendió a los infiernos en busca de su esposa Eurídice y venció con su música la hostilidad de las Furias; Cristo no bajó al infierno, descendió a la tierra y rescató a los justos que se encontraban allí antes de su aparición como Hijo de Dios crucificado. Dante bajó en compañía del poeta Virgilio y encontró el infierno dividido en círculos: Limbo, Lujuria, Gula, Avaricia y Prodigalidad, Pereza, Ira y Violencia, Fraude y Traición.

Yo podría ser un nuevo Alighieri, pero al toparme con esos mismos círculos descubriría que son bolivarianos. Sé que son muchos los venezolanos honestos que se han visto obligados a abrazarse a la diáspora y han preferido hundirse en otros infiernos acaso menos atroces. ¡Pero parece que Lucifer llegó para quedarse; le gustan los escombros de esta Venezuela devastada por la torpeza política, el hambre y la hiperinflación!


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