Karl Popper tendría 16 años cuando se entusiasmó con las consignas voceadas en su Viena natal por los comunistas austriacos. Pero, al presenciar el asesinato de varios manifestantes a manos de la policía y ver cómo la tragedia era publicitariamente manipulada por los camaradas, se dejó de eso y se dedicó a pensar el resto de su vida. Producto de sus reflexiones es una obra fundamental de la filosofía política del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1942-1943), en la cual reciben lo suyo por igual derecha e izquierda, nazis y bolcheviques, fascistas y comunistas. De ella procede una apreciación perfecta para enguantar con un categórico rechazo el férreo puño del absolutismo bolichavista, encarnado por Maduro Moros: «De todos los ideales políticos, quizá el más peligroso sea el deseo de construir el cielo en la tierra […] el intento de construir el cielo en la tierra conduce siempre al infierno». Ella inspira, asimismo, las líneas pergeñadas de aquí en adelante.

«Añorar el pasado es correr tras el viento», reza un viejo proverbio ruso rememorado al momento de anticipar no ya el canto de cisne del usurpador, sino los anuncios en ciernes del presidente Guaidó o su regreso ―¿hoy, mañana?―; interpretando a mi aire el decir eslavo, imaginar el futuro, aun el inmediato, sería entonces huir de un torbellino, evitando ser arrasado por la incertidumbre, en especial si plazos y cronogramas nos imponen opinar sobre hechos apenas presagiados y no concretados, y a movernos en las movedizas arenas de la conjetura y la adivinación. A la zaga de los acontecimientos, estos nos apremian a inferir, no siempre con éxito, sus posibles desenlaces, recurriendo incluso al arte de la deducción, practicado con eficacia rayana en el virtuosismo por el muy cerebral Sherlock Holmes; empero,  el método del sabueso del 221 B de Baker Street no funciona en nuestro caso, porque se aplica  solo  a  la solución de crímenes imperfectos ya cometidos (no a su prevención), a partir de  evidencias inadvertidas  por  el lector desprevenido y, of course, por el elemental y querido Watson,  y  secretos muy bien guardados de víctimas y victimarios. Tampoco ayudan las bolas de cristal, ni el tarot, la quiromancia o la astrología.

A pesar de la muy repetida y encomiada afirmación tenida por irrebatible del filósofo y novelista hispano estadounidense George Santayana, aquí transcrita por aproximación, «Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo», es de dominio público que agua pasada no mueve molino. Si fuese factible vislumbrar el porvenir de los pueblos a partir de su historia ―fábula consensuada, según Napoleón―, el nuestro sería un mañana  cargado de nubarrones y no el luminoso amanecer prefigurado en el  pensamiento desiderativo de quienes, contando los pollos antes de nacer, creyeron que el  23 de febrero el mandado estaría hecho y Maduro se iría con su música a otra parte y no se dedicaría, en medio de una orgía de sangre y fuego, a contemplar, fascinado por las llamas cual Nerón con su lira ante el incendio de Roma, la quema de alimentos y fármacos en la hoguera de la iniquidad roja, y a bailar salsa  en macabra danza celebratoria  de los homicidios perpetrados por sus sicarios. Si como sostuvo Carlos Fuentes en alguna parte, ¿La gran novela americana?, «el pasado está escrito en la memoria y el futuro está presente en los deseos», las recientes tropelías de la satrapía militar, enmascarada  en su proa con Nicolás el figurón ―incineración de comida y medicinas, asesinato de indígenas pemones (¿etnocidio o limpieza étnica?), persecución a la prensa libre, ataques armados a ciudadanos inermes por parte de los cuerpos de (in)seguridad y bandas hamponiles a las órdenes de la impresentable Iris, pran(¿a?) de todos los pranes―, quedarán impresas en mayúsculas y subrayadas en el álbum de los recuerdos colectivos como deplorable testimonio de una fecha infame. Ello avivará las aspiraciones nacionales a colocar el futuro delante de la conciencia y, así, no caer nunca más en la tentación de confundir botas, cachuchas y charreteras con credenciales para administrar una república civil. No pudo ingresar a nuestro suelo, como se quería, la ayuda humanitaria. Debieron, ¡por ahora!, silenciarse los loores a la tan ansiada victoria de la ley sobre la fuerza, mas hubo también motivos de alegría y señales esperanzadoras, tal el cambio de bando de al menos medio millar de uniformados.

En ocasiones es necesario retroceder para avanzar y un paso atrás puede entrañar dos al frente: el pasado lunes se dio otra vuelta de tuerca al cerco económico y político en torno a Maduro; sí, un severo golpe le asestó al régimen el Grupo de Lima en la reunión realizada en Bogotá orientada a «tratar la situación de Venezuela  e impulsar la salida de Nicolás Maduro», ya que a ella asistió Juan Guaidó en calidad de jefe de Estado de la nación venezolana y se le rindieron honores acordes a su investidura, anotando un tanto de calidad en el score de la causa democrática. A la andanada de jabs propinada al (des)gobierno de hecho, no de derecho, con las sanciones a funcionarios y oficiales del cogollo narco bolivariano, se sumó otro contundente golpe a su mandíbula: la desvinculación de Citgo de la casa matriz, Pdvsa. Mientras de diversas instancias internacionales se continúa presionando a Maduro, el presidente legítimamente encargado conversa con sus pares de la región ―Iván Duque, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro―, antes de regresar al país y dejar claro que no será un presidente en el exilio: ejercerá el interinato constitucional dentro de la geografía nacional. Esta determinación arrugó las entretelas de Nicolás, Diosdado, Vladimir & Co.

¿Le apresarán? Sería tensar aún más la cuerda y jugar con candela…, pero, ¡cuidado!: hay pirómanos al mayor en la pandilla sociópata. El regreso de Guaidó es otro reto opositor al desespero y desmoralización de quienes ahora resultan más temibles y pendencieros que una manada de monos con hojillas;  ello plantea otra inquietud: ¿atentará el narcoterrorismo pesuveco contra su vida? Los servicios de inteligencia colombianos lo estiman factible y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigió a las autoridades (¿?) proteger su integridad física (sic). 

De consumarse semejante magnicidio se desataría el infierno en esta tierra de(s)gracia(da), desiderátum del catecismo castrochavista, según el cual la violencia deber ser génesis de la «auténtica revolución» y es indispensable si se persigue desmantelar el andamiaje de la «democracia burguesa» e imponer un modo de producción estatificado, regido por normas ajenas al libre mercado, y una forma de organización social extraña a nuestra idiosincrasia libertaria.  A eso apuesta en su destructiva y cobarde retirada la siniestra camarilla escarlata y verde oliva entronizada a juro en las alturas del poder.  La celestial promesa del hablachento paracaidista barinés, delegada en un incompetente conductor de autobu(rr)os, tiene el país ardiendo por los 4 costados. ¡Cuánta razón tenía Popper!

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