“El diablo está en los detalles” reza un proverbio anglosajón que, en este caso, remite más bien a la pequeñez del suburbio del título. Esta es la premisa que gobierna una película que debe más a los inefables hermanos Coen desde el libreto, que a su director George Clooney. Porque todo ocurre no en la espectacularidad urbana de una gran ciudad, sino en ese espacio privilegiado de la miseria humana: los suburbios. Suburbicon es el entorno mínimo en el que todos se conocen, comparten fobias y filias y, tal vez por esa pertenencia a un enclave virtualmente encerrado, abrevan, todos a la una, en ese fondo opaco de la naturaleza humana. El miedo a lo desconocido, entendido esto como el miedo al otro. De ahí, y no de otra parte, es que salieron los votantes de Trump.

La acción transcurre en 1959, un tiempo en el que la globalización no ha perforado todavía esa burbuja comunitaria, que sería casi perfecta si no fuera porque una familia afroamericana (en ese entonces llamada “negra”, con impúdica candidez) se muda al vecindario. La reacción no se hace esperar, pero esta está muy lejos de ser el tema de la película, que elige explorar el mal, a través de un periplo mucho más original. El papirotazo inicial lo da un agente de seguros (profesión sin la cual lo mejor del cine policial no existiría) a quien llama la atención la muerte de la esposa del protagonista en una invasión de domicilio. Aquí la cosa se complica gratamente, porque los Coen no pueden evitar referirse al fetichismo del Hitchcock de Vértigo o la perversión de poder de La soga, que para hablar del mal vienen como anillo al dedo o como la idem al ahorcado. Funcionalmente, es la hermana gemela de la víctima quien toma su lugar posibilitando una trama en la que la comedia negra, parece, solo en apariencia, tomar la delantera frente a la sátira social y el drama de crimen ya anotados.

Víctima y victimaria comparten en el fondo un mismo espacio y, peor que eso, una misma fisonomía. El punto no es menor, porque no estamos ante una metamorfosis sino ante una mímesis. La usurpadora busca fundirse con la esposa desplazada, porque el equilibrio, de la familia y también de la comunidad debe ser preservado a toda costa, incluso echando mano al crimen. Aunque esto implique echar por tierra el ingenuo propósito del principio. Si se piensa bien, la película es intrínsecamente política.

Como en toda la filmografía de los Coen, el dicho del comienzo aplica. Igual a la serpiente bíblica cuando se desenrosca, son pequeños guiños, detalles sin importancia y hechos nimios los que permiten que una trama de una maldad solo digna de otros hermanos, los Rodríguez, se despliegue y vaya minando toda la telaraña en la que el suburbio se va transformando. Porque el crimen, su resultante encubrimiento y posterior desenlace, incluida la justicia poética y el rayo de esperanza de un final de antología, no son más que la contracara del odio a los que no son como nosotros. Por supuesto, la comedia puede más que el policial, tal vez porque el humor a la larga puede más que el poder, con lo cual la película deviene, en su tramo final, en una serie de disparates argumentales que se ensamblan con jugosísima precisión, proporcional a su inverosimilitud (como si eso importara).

La película fue un fracaso de público, 10 millones recaudados contra un presupuesto de 25 millones. El dato no sería relevante si no fuera porque, descontado un posible un error de mercadeo, podría ser un siniestro síntoma de los tiempos que vivimos. La minuciosidad, la descripción detallada de esas zonas pétreas de las sociedades, han dejado lugar a la espectacularidad de las “boutades” de los mandamases que gobiernan pantallas y medios. La ironía trágica es que las turbulencias de la superestructura, siempre tan publicitadas ellas, no son más que un reflejo que encandila y distrae de las miserias de los buenos y simples ciudadanos que prefieren esconder su odio en la seguridad de los suburbios. Un filme tan valioso como clandestino.

Suburbicon. USA. 2017. Director George Clooney. Con Matt Damon, Julianne Moore, Oscar Isaac.


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