Tomb Raider es la nueva adaptación del videojuego Lara Croft, antecedida por un par de películas de la bomba sexy de principios del milenio, Angelina Jolie, quien fue el cebo de la primera operación comercial de la franquicia.

La participación de la ex esposa de Brad Pitt en la serie respondió pragmáticamente a los intereses y gustos de aquella época, no tan lejana.

En los tiempos del desnudo pop, a la estrella le explotaban el físico en trajecitos ajustados y pantalocintos calientes, exhibiendo sus labios carnosos, sus formas de modelo fitness. Competía con un mercado de imágenes saturadas de muñecas inflables, diosas voluptuosas y lolitas desatadas.

Ella era expresión de cosificaciones comprensibles en el contexto previo al estallido del escándalo de Harvey Weinstein. Por tanto, no había sentimiento de culpa por pagar una entrada para ver a tu fetiche, a tu crush de Hollywood como una fantasía temática de la revista Playboy.

En el camino, Angelina cambió la pose de Britney Spears por una carrera estable de dirección. Hizo varios títulos estimables y algunas piezas sobrevaloradas. Siguió los pasos de la intérprete y realizadora clásica Ida Lupino, la pionera de la escuela femenina en la meca.

La evolución de Jolie es todo un síntoma del empoderamiento de la mujer en el seno de un sistema dominado por hombres.  Su ascenso detrás de cámaras anticiparía la llegada reciente de autoras advenedizas como Greta Gerwig, otrora musa del movimiento independiente.

Entonces, la última Tomb Raider no escapa del compromiso de plasmar los sentimientos y las expectativas generadas en la pasada temporada de premios, alrededor de las consignas de la campaña del Me Too. La película calza a la perfección con el diseño de las chicas fuertes del momento. Así, el largometraje puede convivir en el mismo ecosistema de Wonder Woman y Aniquilación, perfilando un subgénero de heroínas célibes o frígidas en estado de crisis.

En el caso del filme con Alicia Vikander, el guion construye el esqueleto de un personaje arquetípico y maquinal, cuyos músculos definen un conflicto familiar no resuelto. El padre de la joven desaparece misteriosamente, sus herederos corporativos lo dan por muerto y la protagonista decide emprender una aventura para encontrarlo en el lugar mítico de una isla remota.

La ejecución plantea una revisión transgenérica de la saga Indiana Jones, alterando su punto de vista. Al etnocentrismo de Steven Spielberg, le añade una cuota de representación asiática, con el fin de capitalizar la taquilla en Pekín.

Literalmente, el reparto incluye extras de origen oriental y un lazarillo de ojos rasgados en plan de Jackie Chan. Los secundarios justifican el desarrollo global de la historia, concentrada en una disputa neocolonial entre Reino Unido y China. La pequeña guerra, por el contenido de una mina, detona los resortes del argumento del guion, inspirado en la semilla inmortal de la búsqueda del tesoro. La ley de la selva marca un plot de Érase una vez en el oeste, reconociendo el estilo de una suerte de clon de Jason Bourne. Alicia Vikander parece hija del síndrome de Trinity, al priorizar la acción por encima de cualquier aparente atracción romántica.

El peso dramático lo resiste una trama de iniciación, en el que la chica quiere liberarse de las ataduras de un entorno conspirativo, hostil, despótico y machista en esencia. La amazona sublima con peleas sus represiones eróticas. Evade los peligros con la prestancia de una nieta de Errol Flynn. ¿Se enamorará en el próximo episodio?

Ante la ausencia de contenidos explícitos, cabría preguntarse si nos espera un futuro de más censura y corrección política.

En tal sentido, Tomb Raider alberga una paradoja, la de gozar de una excelente factura, pero al servicio de contenidos demasiado inducidos para agradar al personal.

¿Secuela de una cacería de brujas? ¿Efecto de un nuevo código Hays?


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