En los últimos tiempos se me ha agudizado la incomprensión de los textos, sean del oficialismo o de los contrarios, públicos o privados. Por razones no determinadas se ha multiplicado el mal uso del gerundio tipo chogüí –“y cayendo se murió”– y el mal empleo del verbo haber impersonal –“habrán problemas”– alcanza ribetes de crimen de lesa humanidad. Aturde la enorme lista de palabras mal acentuadas, las incontables comas que sobran o faltan y el uso errado de locuciones; no obstante, los problemas que ocasionan a la comunicación son superficiales si se les compara con los derivados de la enfermiza tendencia a la metáfora ciega, imposible de descifrar, o al infuncional “me quiero ir demasiado”.

No se trata de la “viralización” de un dialecto inventado por millennials, sino de una imposición de los burócratas que atienden al público en las oficinas de información, comunicación y propaganda, las cuales mantienen en alta estima y uso el verbo “aperturar”, el giro “al interior de” y la palabra “tema”, entre otros desaguisados. Obvio aquí los textos castrenses porque entiendo el sesgo críptico inherente al sospechoso secretismo militar, aunque tal aserto se esfuma al ver sus telegramas escritos con mayúsculas fijas, sin acentos y con las comas en el sitio más equivocado.

La incomunicación se ha potenciado con el boom de las redes sociales. Todos se creen con derecho no solo de desafiar la ortografía, sino de desarticular la lógica concordancia entre sujeto y predicado. No voy a dar ejemplos, llame a cualquier oficina de la Cantv o de Hidrocapital y pregunte lo que sea. Si levantan el teléfono, la respuesta lo iluminará y comprenderá por qué son tan rebuscados los nombres de los viceministerios.

Los optimistas, sí, optimistas, lo han tomado como la imposición de una neolengua. Hemos visto periodistas, literatos y no pocos cagatintas afanados en encontrar semejanzas con lo que ocurre en la novela 1984 de George Orwell, pero esas son meras ganas de sentirse dentro de la película, parejería tropical. No. Se habla y se escribe mal por dejadez, por vicios pedagógicos que trajeron los exámenes objetivos –verdadero, falso o todos los anteriores– y porque en lugar de lengua se enseñe gramática. Los maestros califican si sabe distinguir un verbo de un adjetivo, pero no si la frase expresa con exactitud y elegancia.

Además de obligar a aprenderse de memoria las 14 preposiciones –nunca su uso correcto, su régimen– imponen lo que llamo la disección de la vida, esa manía de convertir el placer de la lectura en algo parecido al décimo piso de un cuerpo de seguridad. Hay varias generaciones de venezolanos que detestan Doña Bárbara y otras tantas que sienten repulsión por Cien años de soledad. Usted lo sabe, usted lo sufrió. A los 16 o 17 años de edad los obligaron a leer ese portento del realismo mágico no para que se divirtieran y lo disfrutaran, sino para que enumerara personajes, ambientes, argumento principal y argumentos secundarios, tono narrativo, etc. Si ese esfuerzo es de sospechosa poca utilidad para los especialistas, mucho menos lo será para un alumno de secundaria al que se le pretende inculcar el buen hábito de leer.

La escuela formal ha “enseñado” a repeler la lectura, a creer que escribir es poner una palabra al lado de la otra y, lo peor, a que tenemos el derecho de usar verbos y sustantivos con el significado que nos dé la gana, una tropelía en la que la izquierda universitaria hemisférica tiene mucha responsabilidad. Su comprobada incapacidad para entender el estructuralismo y el posmodernismo –no hay nada que entender, son piruetas de saltimbanquis que se creen filósofos– los llevó a trapacerías tales como utilizar los términos de la física del estado sólido como jerga en los asuntos relacionados con la comunicación. Todos alabaron el atrevimiento y nadie se quejó de los errores de redacción ni de la pobreza del razonamiento. Carpintería sin importancia, dicen, pero son las fallas que desploman el edificio. Remato manual de estilo.


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