Puede que en esta deriva mortal hacia la nada en que finalmente nos encontramos los venezolanos, la implosión del régimen, no por incierta menos probable, termine por poner de manifiesto el estado de absoluta ruindad al que nos ha traído la encaprichada estupidez nacional por echarse en brazos de un charlatán desaforado, ambicioso, megalómano, ruin, desquiciado y maligno. Por ahora, lo único cierto es que todos los caminos conducen a la catástrofe. Ya ni siquiera al socialismo, la catástrofe misma, sino a la disolución y el caos, aquello que Jorge Olavarría, absolutamente equivocado, fanático y disgregador, consideraba que era la situación apocalíptica dominante en tiempos de Pérez 2.  ¿Apocalíptico el gobierno de Carlos Andrés Pérez, que respaldado por una sana y juiciosa unanimidad nacional hubiera puesto a Venezuela a la cabeza del subcontinente, en el lugar que hoy ocupan sociedades sabias y liberales, a pesar de sus izquierdas castrosocialistas, como la chilena?

Si bien es cierto que no hay mal que por bien no venga, cuesta encontrar en el patético y lamentable estado de disolución en el que nos encontramos, algunos aspectos de la tragedia que puedan considerarse promotores del bien del futuro. De entre esos bienes, el fracaso reiterado de jóvenes políticos de escasa estatura intelectual y muy menguados en inspiración, coraje y sentido de la oportunidad, que respaldados financieramente por empresarios extraordinariamente talentosos en el campo de los negocios pero profundamente equivocados en el difícil, arduo y complejo terreno de la política, se han visto al frente de las acciones de un pueblo desesperado por liberarse del yugo de la dictadura. Los apaciguadores yacen en el desván de las antiguallas. En el basurero de la historia. O están en el exilio.

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 Así suene contradictorio, ese fracaso rotundo de los apaciguadores es el primer bien a considerar. Cuyo principal defecto ha consistido en desconocer e insistir en ignorar la naturaleza del enemigo, considerado más como una mera proyección especular de su propia naturaleza negociadora y tolerante, pusilánime y obsecuente que como el monstruo implacable, asesino, mortal y devastador que es. Desdeñando siquiera asomarse para ver detrás de las apariencias. Pues el enemigo que Venezuela ha tenido desde el primero de enero de 1959 tiene un solo nombre y un solo apellido: Fidel Castro. Y en gran medida, esta tragedia deriva del hecho de que muerto Rómulo Betancourt, desapareció la única conciencia política de ese hecho fundamental: Fidel Castro y su revolución, sus fuerzas armadas y sus agentes no han tenido otra preocupación esencial en política internacional que imponerse como el poder dominante del Caribe, lo que ha pasado por la destrucción de Venezuela, la única fuerza caribeña que en el pasado fuera capaz de enfrentarlo, ponerle freno y derrotarlo.

Desde ese nefasto primero de enero de 1959 no hubo para Rómulo Betancourt otro ni mayor enemigo, suyo y de la democracia venezolana, que Fidel Castro y su revolución. No era lo que pensaban Wolfgang Larrazábal y los llamados “cancilleres de la dignidad”, lejanos antecedentes de los abajo firmantes. Exactamente del mismo modo como no se entiende al Churchill guerrero y estadista sin su siniestra contraparte, Adolf Hitler, tampoco se entiende al Rómulo guerrero y estadista sin su contraparte, Fidel Castro. Dice Sebastian Haffner, el gran historiador y pensador político alemán: “Sin Churchill, Hitler habría triunfado, y sin Hitler, Churchill habría muerto como un fracasado brillante y anacrónico”.

En el abandono de esa conciencia de la mortal y necesaria enemistad entre el proyecto democrático liberal de Betancourt y el socialista totalitario de Fidel Castro encuentra sus raíces la tragedia venezolana. Y es un caprichoso giro del destino que haya sido precisamente la víctima propiciatoria del regreso del castrismo al primer plano de la política venezolana, Carlos Andrés Pérez, cuando asumía la tarea que el destino le tenía prefigurada –modernizar a Venezuela en el sentido más fiel al proyecto histórico de Rómulo Betancourt– quien le haya vuelto a abrir las puertas de Venezuela a Fidel Castro, al castrismo y al golpismo castrista en el momento más frágil y delicado de su venturosa empresa. La invitación a Castro fue el harakiri de Carlos Andrés Pérez. Los 911 abajo firmantes, los corifeos de ese imperdonable crimen de lesa patria.

A esa muy infeliz circunstancia se debe el abandono de la conciencia del mal devastador incubado por el totalitarismo castro comunista en América Latina, un mal que el golpe de Estado de Augusto Pinochet, desde el extremo sur del continente, supiera reconocer y enfrentar exitosamente quince años antes. Exactamente como quince años antes de ese 11 de septiembre, el mismo Rómulo supiera poner en vereda iniciando su andadura por la modernidad enfrentándosele con todas las armas de que disponía. Derrotándolo en el terreno político, diplomático y militar. Hoy, esa conciencia se ha evaporado, cuando más se la requiere: la izquierda castrista se apodera de la hegemonía en América Latina, mientras las derechas se conforman con ganar elecciones y resguardarse en sus palacios de gobierno: es el trágico y contradictorio saldo de Brasil, Argentina, Chile y Colombia; Piñera y Duque ganan las elecciones, para que las izquierdas castrocomunistas impongan el calendario, los temarios y las pautas hegemónicas. Las derechas se imponen en sus países, para que los líderes castrocomunistas invadan las cimas de las Naciones Unidas.

¿Qué factores, fuera de la muerte súbita y temprana de Rómulo Betancourt, incidieron para que la conciencia política venezolana y latinoamericana  olvidara que el enemigo visceral de nuestra democracia, y de la democracia continental, era el castrocomunismo cubano, vale decir: el socialismo marxista? En primer lugar, la caída del Muro de Berlín y la victoriosa “guerra de las galaxias” empeñada por Ronald Reagan, que terminó por derrotar a la Unión Soviética y sus dictaduras satélites. Victoria comprendida por precipitados y frívolos analistas demócratas norteamericanos como Francis Fukuyama como un preludio del “fin de la historia”. La lectura que de esos hechos hicieron los enemigos de la democracia venezolana y continental fue la inversa: liberados del control ejercido por el comunismo soviético, se hicieron a la tarea de asumir directamente el nuevo curso de la revolución en América Latina, fundando el Foro de Sao Paulo y preparándose para una vasta operación de insurgencia continental, ya asumidos y corregidos los viejos errores, por todas las vías posibles: la armada, en Colombia; la golpista, en Venezuela; la electoral, en todos los países de la región. Desde la visita de Fidel Castro en gloria y majestad a Venezuela en enero de 1989, coronando los esfuerzos de Felipe González, César Gaviria y el mismo Carlos Andrés Pérez, que apostaron al abandono por parte de Fidel Castro de su proyecto revolucionario de dominio imperial, los motines del Caracazo y el golpe de Estado de Hugo Chávez, la izquierda castrista no ha cejado en su lucha por volver a imponerse en la región. Para su infinita fortuna, contó con la ominosa y estulta alcahuetería de Obama, Clinton y los demócratas norteamericanos, así como con la bienaventuranza de Jorge Alejandro Bergoglio, el inefable papa argentino de la cristiandad, y de Arturo Sosa Abascal, el venezolano y revolucionario papa de la ambiciosa orden jesuítica.

El más grave de los defectos de los políticos tradicionales y los aprendices de tales es creer que los peligros pertenecen al pasado. Que los enemigos le siempre ya dejaron de serlo. Y que un abrazo a los enemigos de la libertad bien vale una arepa y una misa papal. No es cierto: la democracia está siempre en peligro, sus enemigos están siempre al acecho y la lucha por la libertad debe ser incesante. Lo contrario es tenderle una alfombra a sus enemigos. Se paga con la vida.

Sebastian Haffner, Winston Churchill, Una biografía. Barcelona, 2003. Pág. 143.


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