Históricamente, desde los albores del Estado en la antigua Mesopotamia, hace casi 10.000 años, lo que conocemos hoy como organización jurídica-política institucional ha desempeñado un papel evidentemente mediador, conciliador y garante de resolución de las naturales tensiones de naturaleza socio-política que surgen en el seno de lo social. Las civilizaciones, cualesquiera sean ellas, se proporcionan a sí mismas un andamiaje de leyes, normas y regulaciones que facilitan ciertos pactos y consensos extendidos y asumidos por amplias franjas poblacionales en las que se involucran y conciernen los más heteróclitos sectores, clases y capas sociodemográficas de un determinado modelo de sociedad. Es obvio que sin la ley como dispositivo legal las contradicciones antagónicas e irreconciliables, que en forma latente atraviesan longitudinalmente el cuerpo social, sería muy proclive a que la sociedad constantemente estuviera supeditada a continuos y sistemáticos conflictos fratricidas cuyas resoluciones, a su vez, dependieran de violentas escaramuzas bélicas interclasistas para intentar dirimir en términos de guerra lo que la política aconseja en términos de disposición dialogante.

Cierto es que desde Von Clausewitsz “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, pero pese a la conseja heideggeriana de que el hombre es un animal para la muerte, los individuos que deciden habitar y convivir en la polis se afanan y esmeran  en zanjar los busilis de sus desacuerdos intentando allanar los enrevesados caminos de las diferencias a través del único medio cívico y civilizado que le es dado a la especie humana para evitar su autoexterminio por medio de la interacción dialógica, por intermedio de la praxis comunicativa.

Homo sapiens rationalis es en principalísimo lugar homo politicus, en el entendido de que la politeia es esa paideia inconclusa que de continuo demanda una voluntad de diálogo siempre orientada a la consecución de un clima cultural e intelectual que fomente y auspicie el necesario (indispensable) respeto mutuo de los actuantes políticos que protagonizan la vindicta pública. La paz es posible únicamente si los actores sociales se reconocen recíprocamente y realizan gestos y acciones concretas que muestren la voluntad de entenderse y pautar acuerdos, aunque sean transitorios, que convaliden los esfuerzos conducentes al logro de una cierta estabilidad y equilibrio social y político. Si desde la razón gubernamental el rasgo distintivo de la lengua del poder es intemperante, enconadamente violenta y armamentista es obvio que cualquier pretensión dialógica está condenada al fracaso. No se puede exhortar a fomentar un clima de paz con un léxico incendiario teñido de sangre. La paz es esencialmente la paz de la sociedad y la sociedad es mayoritariamente civil. Jamás la paz podría ser una imposición militar de los cuarteles al resto de la sociedad. Un millón de hombres armados y con uniforme no le pueden imponer la paz a 30 millones de ciudadanos civiles cuya única arma es la Constitución y la palabra con que la sociedad defiende el pacto fundamental.


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