A la hora, jueves mediodía, que escribo este artículo en un país que tiene dos presidentes absolutamente enemigos (así como dos asambleas, dos tribunales supremos, dos fiscales y un etcétera que debe ser inmenso si pensamos deductivamente en los subalternos) no puedo estar en disposición de ser muy asertivo que digamos. Las fuentes, diría que excelentes que he considerado un deber consultar, poco han agregado a la vieja y sana lógica aristotélica que solemos de vez en cuando utilizar y que aquí es tan poco concluyente, incluso se han contradicho abiertamente. Por supuesto que yo estoy con uno de esos mandatarios, como debían estar los millones de venezolanos que salieron de un larguísimo y triste sopor político el día 23 de enero, cada uno de ellos con la boca abierta por el milagro que presenciaban y que aplaudieron el sorpresivo juramento.

Todo parecía un día de gloria para la libertad, otro 23/1, ¡vaya jugarreta numérica de la historia! Los venezolanos en la calle, valientes, sonrientes, esperanzados. Primavera, decía el padre Ugalde el día anterior. La opinión internacional democrática haciendo un entorno presto y aguerrido atento a cualquier llamado en pro del fin de la tragedia nacional. Un líder que en menos de un mes había alcanzado el consenso afectivo y la unidad militante que a cualquier otro le hubiese costado mucho sudor y no pocas lágrimas, cuando no sangre. El oeste de Caracas había sido los días anteriores el primer actor y no la plaza de Altamira, emblema de derrotas. La unidad se había robustecido como en sus mejores tiempos. La Iglesia se puso su traje de pelea y salió a la calle. El Silencio le quedó grande a la habitual contramarcha de los pesuvecos y tuvieron que mudarse al balcón del pueblo, asunto de telegenia. La respuesta de Maduro fue opaca, medrosa, poco política para momento tan álgido, perorando sobre las derrotas del Libertador y repitiendo los delirios insólitos de siempre sobre la futura Venezuela potencia y siempre amorosa, nunca tan intempestivos, ante cuatro gatos mustios. Parecía el final de veinte años de ñoña.

Pero el día SIGUIENTE aclaró que, vaya usted a saber por qué falla de un engranaje esencial, hemos caído en el dilema de una república de dos cabezas, acaso la más peligrosa encrucijada que hayamos vivido incluido el golpe de abril aquel. Un país tiene que tener un presidente, simplemente y para seleccionarlo se necesita un árbitro que, en democracia, debería ser el pueblo soberano, lo que, sin embargo, resulta inviable en un corto plazo, más si supone un diálogo para enderezar instituciones torcidas y corruptas. No queda entonces sino las botas y las charreteras que supuestamente se expresaron a través de Padrino y su séquito para volver a la unidad perdida (confesamos que no tenemos opinión al respecto de su representatividad, salvo repetir el lugar común de que los uniformados deben estar pasándola tan mal como nosotros o que la palabra “golpe” ha recobrado de un tiempo a esta parte algo de su ancestral sonoridad). Pero hay tanta charretera manchada y asustada por su porvenir que no es descabelladlo temer que se produzcan esas fracturas que los manuales consideran causas de guerras civiles. También, ya ha comenzado, hay la posibilidad de que el gobierno INTENSIFIQUE sus deportes favoritos, matar a cualquiera que proteste, cierre DE la Asamblea y otros escupitajos sobre la Constitución, le termine de callar la boca a todo el mundo y otras barbaridades que a nadie extrañarían.

También el impasse entre el gobierno y Estados Unidos parece un círculo vicioso. O los gringos se van en las próximas horas y reconocen a Maduro como presidente. O, al revés, se quedan y este es un presidente al menos bastante pisoteado. Por último, es un posible muy remoto que Maduro, habiendo recibido tanto palo de tanta y diversa gente, busque por ahí un acomodo, a lo mejor para jugar cartas con Putin. Lo cierto es que, al terminar estas líneas, yo me siento bastante angustiado. A lo mejor cuando usted me lea se sienta más aliviado. O todo lo contrario.


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