Gracias a la generosidad de mi amigo Leon Cottin y de Menena Cottin la bella e inteligente autora de El libro negro de los colores y de Cierra los ojos que vamos a ver, fui a Cartagena de Indias con Sergio Dahbar e Ignacio Castillo Cottin y sus respectivas y esclarecidas esposas para el Hay Festival, un encuentro con los más destacados personajes del mundo literario, incluidos John Maxwell Coetzee, premio Nobel, y Salman Rushdie. En el contexto del festival, Ignacio presentó su película El Inca, la intensa y trágica historia de Edwin Valero, un boxeador venezolano que ganó sus primeras dieciocho peleas por nocaut en el primer asalto y estableció un récord mundial. Sin embargo, la película fue censurada en Venezuela y condenada a no ser proyectada en las salas comerciales del país.

El Hay Festival dispuso como centro de operaciones no solo la ciudad amurallada que fascina tan solo de pensarla, sino el majestuoso hotel Santa Clara, antiguo claustro de las monjas clarisas, luego hospital y, finalmente, el bello y portentoso hotel que respira historia en los pasillos que cercan el hermoso patio vegetal y sus paredes color terracota colonial que sirven de fondo para que Daniel Mordzinski nos inmortalice en sus fotos. Mientras Mordzinski va y viene por los amplios corredores del hotel cargando sus cámaras fotográficas, Edwin Valero, en una secuencia magistral, vence por nocaut a uno de sus contrincantes llamado “el Loco”, y mientras pelea en el ring, expresa a su manager sus aspiraciones de gloria y adora a su mujer y a sus hijos, no encuentra uno motivos para censurarlo a él y mucho menos a la película.

Era difícil elegir cuál de las múltiples actividades ofrece el Hay Festival: los temas de actualidad, las galas de poesía, los nuevos nacionalismos, los caminos de la ficción, los elogios del olvido o escuchar a Salman Rushdie hablar sobre Cervantes y Shakespeare o permanecer en el hotel disfrutando del paso de tantas celebridades y sorprendido de que las ceniceras colocadas en los pasillos o frente a las puertas del ascensor, en lugar de arena, están cubiertas de granos de café y dan ganas de ponerlos en una bolsita y traerlos para Caracas, pero es que el café es el petróleo de Colombia y cunde como la arena. Reconocí y agradecí el firme y sincero sentimiento de solidaridad que muchos expresaron en relación con la catástrofe venezolana. Otra catástrofe es la que provocan las lesiones recibidas en el ring y la paranoia que comienza a lacerar el amor de Edwin Valero hacia su bella mujer y sus hijos, y tampoco encontraba yo, repito, y es por eso, ningún motivo para que un juez, sin haber visto la película, la censurara e impidiera su proyección.

Además, está demasiado presente el persistente clamor de la propia vida en la Cartagena amurallada: el calor, la gente ligera de ropas y esa manera casi ondulante de los negros al caminar y la gente volcada en las calles estrechas con los coches turísticos tirados por tristes caballos melancólicos, los autos, una rumba permanente, y esa alegría de vivir que lamentablemente desertó de Venezuela. No hay tristeza en la vieja Cartagena: el calor te enciende, te obliga a estar en la calle buscando la rumba. Sin embargo, la conversación que sostuvieron el premio Nobel Coetzee con Soledad Costantini en la inmensa sala del Centro de Convenciones de Cartagena fue totalmente desangelada, como si estuvieran ambos en Anchorage, Alaska, al aire libre y con ropa de verano. Dos trozos humanos de hielo disertando en inglés tal vez sin percatarse del aburrimiento que se apoderó de, por lo menos, 2.000 personas ilusionadas que llenaron la sala. Pero, contrariamente, mis propias ilusiones se colmaron visionando el filme de Ignacio Castillo por los aciertos de su realización; la trágica vida de Edwin Valero dispuesto a conquistar el futuro del mundo, pero precipitándose al abismo en un doloroso golpe, digo yo, de esquizofrenia. Por eso se me hace difícil entender ¿por qué usted, señor juez, censuró esta dolorosa película sobre un hombre que, víctima de sí mismo, con la imagen de Hugo Chávez tatuada en el pecho, destruye su gloria matando a su mujer y ahorcándose ese mismo día? Perdone, juez, pero ¡usted no supo calibrar la profundidad del drama humano! ¿Buscando respuestas, tendré que dirigirme entonces al hermano de Edwin que, sin ser actor, aspiraba a vivir en el filme la tragedia de su hermano?

Cuando terminó helando a la audiencia en el Centro de Convenciones de la Cartagena amurallada, habría querido decirle a Coetzee: “¡Perdone, pero me aletargó su gélida pero “espontánea” y monocorde conversación leída en respuesta a las preguntas leídas e igualmente heladas y “espontáneas” de Soledad Costantini!”.

¡Pero no importa! Algún día, alguien alzará los ánimos en el Centro de Convenciones y se levantará también el castigo que siguen soportando por igual el Inca Valero e Ignacio Castillo Cottin que, si bien está comenzando su carrera cinematográfica, es un hombre con sólida cultura y lo hace con buen pie. Lo único que puedo decirle a Ignacio, además de la satisfacción que tuve no solo de visionar la película, sino el privilegio de conocerlo, es que se cuide; que cuando vea venir a un juez o a un hermano del protagonista de su próxima película, que ¡coja la acera de enfrente! Yo no tuve que cambiar de acera dentro de la muralla en Cartagena porque la calle es el universo; calles que se llenaron con el calor de la gente, de la literatura, de un claustro convertido hoy en hotel, pero con la memoria intacta de unas monjas que jamás perturbaron el deleite de ser atendido, como huésped, por quienes ahora, vestidos de blanco, consideraron y resolvieron mis más mínimos ruegos o exigencias. Y mientras santa Clara seguía sin levantarse, yo buscaba en el hotel, temprano en la mañana, el lugar por donde sigilosamente entraba el cura a confesar a alguna que otra recatada hermana clarisa.


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