Joshua Holt, un muchacho estadounidense, de 26 años de edad, quien había viajado a Venezuela para contraer matrimonio, fue puesto en libertad luego de dos años de cautiverio. Holt había sido detenido acusado de espionaje, terrorismo y posesión de un rifle de asalto y de granadas. En diciembre pasado, un comunicado del gobierno venezolano informó que correspondía “al juez de la causa determinar la inocencia o culpabilidad del acusado, sin obstrucciones ni interferencias políticas de ninguna índole”, y lamentó que el gobierno de Estados Unidos pretendiera “convertir un caso de índole judicial en tema político con fines inconfesables”. Si, como afirma este régimen, se trataba de un asunto estrictamente judicial, ¿por qué fue puesto en libertad?

Las acusaciones que pesaban en contra de Joshua Holt eran demasiado graves; pero, que se sepa, nunca fue juzgado por los delitos de que se le acusaba y, curiosamente, se le mantenía recluido en lo que se ha convertido en un centro de detención reservado para presos políticos. Después de tantas órdenes de detención dictadas desde el Palacio de Miraflores y ejecutadas por fiscales y jueces “patriotas”, tampoco suena muy convincente el que este fuera “un caso de índole judicial”, o que aquí haya un poder judicial independiente, que ejerce sus funciones sin interferencias políticas. Si ese fuera el caso, ¿por qué Joshua Holt fue puesto en libertad y no fue juzgado y condenado por los tribunales de la república? ¡A menos que, realmente, fuera un preso político! ¡A menos que fuera un rehén del chavismo!

No cabe duda de que la amenaza de nuevas sanciones, y las gestiones de un senador de Estados Unidos, tenían que surtir algún efecto. Pero tenemos derecho a preguntarnos a cambio de qué. Porque, según la información proporcionada por el gobierno venezolano, la medida se tomó después de que Nicolás Maduro sostuviera “reuniones fructíferas” con legisladores estadounidenses. ¿Fructíferas en qué sentido? ¿Fructíferas para quién? ¿Puede resultar algo fructífero de la prisión arbitraria de un ser humano? Me atrevo a imaginar que, para la justicia de Estados Unidos, los narcosobrinos no son moneda de cambio; pero ¿qué podría serlo? ¿O es este el gesto de un régimen acorralado, que solo busca complacer a la comunidad internacional, a cambio de oxígeno para respirar?

Es muy bueno que haya un preso político menos, y nos alegramos por la liberación de Joshua Holt y su esposa. Pero eso no sirve de consuelo si va a ser sustituido por otros, sin un pasaporte extranjero, que permanecerán olvidados en la Tumba o en el Helicoide. Aunque celebramos la liberación de Joshua Holt, nada ha cambiado en Venezuela. En ausencia de jueces y fiscales independientes, las detenciones arbitrarias siguen siendo el instrumento clave de este régimen, que hace uso de toda su prepotencia y su cinismo. Aquí, cualquier ciudadano está expuesto a que lo acusen de los crímenes más disparatados.

Aunque más de alguien pueda verlo con envidia, es comprensible que un gobierno extranjero se ocupe de la suerte de sus ciudadanos en el exterior. Pero no es fácil de explicárselo a los centenares de presos políticos que permanecen en las mazmorras del Sebin. Y no es fácil de comprender para toda una nación que permanece secuestrada en sus hogares, temerosa del hampa desbordada y de un régimen perverso que la ha condenado a la inanición. No hay ninguna esperanza de que un senador estadounidense, un ministro francés o un político sueco vengan a interceder por los estudiantes que protestan en las calles de Venezuela, o por las amas de casa que, día tras día, hacen cola para procurar llevarles algo de comida a sus hijos. Parafraseando uno de los textos de Oscar Wilde, allí radica la importancia de llamarse Joshua.


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