La cotidianidad nos agobia en Venezuela, nos hace irremediablemente mirar a otro lado como cuando nos sumergimos bajo el agua y queremos buscar más oxígeno, como queriendo aguantar la respiración hasta más no poder. Al final terminamos buscando una bocanada de aire que nos devuelve a la realidad y esa realidad es precisamente una cachetada que nos hace reaccionar y nos dice con crueldad que aún estamos vivos.

Herta Müller, escritora y poeta rumano-alemana, escribe: “Cuando la belleza falta durante mucho tiempo, empieza a imperar la tristeza. La gente se vuelve agresiva y se pone a la defensiva”.

Müller fue reconocida por su trabajo como poeta con el Premio Nobel de Literatura al describir con precisión en sus obras el efecto terrible de la dictadura rumana y el objeto planificado de destrucción contra el individuo bajo el gobierno de Ceaucescu.

Cuando leo esa frase: “Objeto planificado de destrucción contra el individuo”, me veo reflejado en su totalidad. Me siento plenamente identificado, no solo porque quisieron y buscaron premeditadamente lograr mi destrucción como individuo, sino también convertirme en pueblo, en camarada, en uno de los suyos.

Buscando así que quisiera ser parte de aquellos sombríos círculos bolivarianos creados en el génesis de la dictadura, luego que formó parte de cualquier colectivo socialista o, peor aún, que me retratara en el carnet de la miseria llamado carnet de la patria.

Intentan con una precisión quirúrgica que nos sumerjamos en sus miserias para que al salir del lodazal de excrementos en el que convirtieron la cotidianidad no tengamos otra alternativa más que plegarnos a sus planes de destrucción contra el individuo y la sociedad.

Es un proceso pensado y ejecutado con éxito en todos los gobiernos en los que el totalitarismo ha logrado permanecer en el poder. No es nada nuevo lo que ocurre en el país, pero sí es completamente novedoso para todos los venezolanos que solo conocíamos de estas dictaduras por lo que nos describían los libros.

Videla, Stroessner, Pinochet, Ceaucescu, Fidel, Trujillo y tantos otros dictadores minaron las esperanzas de los ciudadanos hasta convertirlos en esclavos por necesidad del aparato político de sus gobiernos.

Nicolás Maduro, siguiendo las políticas de destrucción ciudadana de su antecesor, con un ritmo acelerado en muchísimo menos tiempo que Hugo Chávez, logra cercenar en su casi totalidad todos los derechos civiles y políticos del venezolano.

No es solo a través de las balas y de las botas militares que ha alcanzado esta destrucción masiva; es también con esa política de destrucción del aparato productivo empresarial y el colapso planificado de la economía lo que ha originado que no podamos contar con un sistema de transporte público o privado, con un sistema de salud digno o algo tan simple como salir a las calles ni siquiera a caminarlas por placer.

Con el gobierno de Maduro comienza así el proceso de radicalización de la autodenominada revolución del siglo XXI que ha logrado no solo la casi totalidad de la destrucción del ciudadano, sino de un país entero que se perfilaba en el pasado como un modelo de democracia para el continente.

Las noticias del país pululan sin control en las redes sociales, generando una angustia colectiva en eso que ellos se empeñan en acabar: sociedad civil. Angustia que capitalizan enormemente, ya que siembran en el colectivo la desesperanza y destrucción de eso que llaman los sociólogos el tejido social.

Los medios de comunicación son finalmente acorralados por una corporación que fue creada para tal fin y, si no lo logran a través de esta corporación, son perseguidos y criminalizados por el Poder Judicial que coloca altas multas de resarcimiento económico como lo ocurrido recientemente con El Nacional que ha sido obligado a pagar una suma millonaria a uno de los principales jerarcas del poder.

El comunismo no perdona ni deja espacios vacíos, solo permite que estos actúen hasta que ellos decidan lo contrario. Así lo ha demostrado la historia más reciente y así lo hemos visto en Venezuela.

La cotidianidad nos agobia, nos hace irremediablemente mirar a otro lado y allí precisamente, en ese instante en el que lo hacemos, es cuando comienza el imperio de la tristeza.


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