El derecho, como cualquier otra creación humana, ha de servir para la resolución de sus problemas, para su comodidad y generación de felicidad, para lograr la libertad y la generación de riqueza.

De manera expresa señala el diccionario de la lengua española como una de las acepciones de “inteligencia”, la “capacidad de resolver problemas”, respecto de la acepción de “Imbécil” se pronuncia como aquel “tonto o falta de inteligencia” y sobre la “imbecilidad”, la cualidad de “imbécil”.

Así las cosas, y sin que sean necesarias mayores precisiones etimológicas, perfectamente podemos concluir que la imbecilidad es la carestía de inteligencia, esto es, la incapacidad de resolver problemas.

Ahora nos preguntamos, el derecho, o la idea que tenemos del derecho en la actualidad y más específicamente su pretendida aplicación, más allá de asuntos complejos sino en simples situaciones cotidianas de intercambio social ¿realmente está ayudando a resolver actuales problemas? ¿pudiéramos afirmar que es el derecho imbécil? Esta es una cuestión para nada menor a considerar y reflexionar, ya que admitir ello, pudiera presentarse como un llamado a desatender e incumplir al derecho, o más bien a la ley, que valga destacar no son lo mismo, procurando así un estado de caos -no de anarquía-, o por el contrario, estas reflexiones nos invitan a entender cuál es la verdadera inteligencia del derecho, su genuina apreciación y aplicación, para que sirva para lo que ha de servir, facilitarnos la existencia y procurarnos libertad.

Por alguna extraña razón Venezuela se ha convertido en caso de estudio de cómo el derecho se ha apartado de lo que debe ser, lo que nos obliga a hacer unos no fáciles señalamientos, ya que se encuentran presentes no solo los males que las sociedades latinoamericanas acarreamos de desconocimiento y desprecio del derecho, sino que también, sea espontanea o inducidamente, voluntaria o involuntariamente, hemos tenido un acercamiento a la idea de derecho un tanto desviada y del que no podemos esperar nada distinto a la actual situación de anomia y caos en el que siquiera las mínimas normas de convivencia son respetadas, empezando por los servidores públicos que deberían tener una conducta ejemplar, .

Empezando por la propia concepción de lo que es la ley y el derecho en general, tenemos una particular aproximación en que las leyes indebidamente las entendemos como órdenes impuestas por agentes distintos a nosotros, mandatos y exigencias que alguna autoridad superior que de manera coercitiva y a la fuerza impone como conducirnos en sociedad, cuando la realidad es que esa normas han de ser acordadas por los mismos quienes han de ser sus propios destinatarios y con no otra finalidad que de organizar el mejor y más eficaz ejercicio de las libertades, normas que han de prevenir del consenso de la ciudadanía a través de los órganos de representación con la competencia para crear derecho como lo es el poder legislativo y no otro, ya que la primordial función del poder legislativo no es crear normas sino que nadie más lo haga.

Lo dicho anteriormente nos lleva a señalar que entonces que ningún otro poder, órgano o autoridad distinta a la especial y naturalmente legitimada para ello pueda generar derecho, por lo que cualquier actuación que pretenda crear actos de efectos generales no podrán fundamentarse en delegaciones legislativas abiertas o absolutas, habilitaciones e incluso en situaciones de emergencia, en las que incluso si ello estuviese previsto constitucionalmente, ello sería del todo excepcional, incurriendo los regímenes que así actuasen en las actuaciones propias de las tiranías y totalitarismos que históricamente han azotado sociedades.

Otro aspecto de especial consideración es la de cómo de manera acomodaticia se le atribuye a personajes de la historia ciertos fundamentos para que girase órdenes que más se identifican con mandatos dictatoriales que con la idea de ley, actores por lo general militares de otroras épocas de lucha independentista que resulta en la creación en el pensamiento colectivo de la necesidad de un mesías que en nuestras culturas aparece representado en la forma de caudillo que como si estuviese ungido de una misión divina, su voluntad se convirtiese en ley que todos han de cumplir, lo que deviene en idolatría y culto a la personalidad. No en vano las sociedades flageladas por despotismos se encuentran inmersas en constantes manifestaciones de adulación y genuflexión frente a estas figuras, sean pasadas o presentes, vivas o muertas, ello hasta el grado incluso de considerar que una constitución es instrumento de ejercicio del poder y no un límite al propio poder.

Otro grave ingrediente para esta grave percepción delo que es el derecho y su incapacidad de resolver problema es la propia manera en que se imparte su educación, la cual se concentra en la formal exposición descriptiva y automática de gacetas oficiales de manera aislada de lo que es esa natural propensión de resolver problemas, lo que se traduce en una situación mucho peor, en la “desinformación” de personas que creen que el derecho y específicamente el ejercicio de la abogacía no son más que argucias y ardides para tomar ventaja de otros ciudadanos y no la procura por medio de la aplicación de la ciencia jurídica de resolver diferencias entre dichos ciudadanos, lo que a su vez resulta en unos perversos personajes, que mal llamados abogados, tanto en el sector privado sector privado y más lamentable aún en el público, en cualquier de las ramas del poder público, sea en función administrativa, legislativa o judicial, convierten el mínimo proceso, la más sencilla gestión en un no menos que una ordalía, una carrera de obstáculos que genera empobrecimiento de la sociedad además de la reticencia de cualquier intención de inversión en el país.

Nada fácil es la tarea que nos corresponde para la recuperación del Estado de derecho, pero si hay una cosa que es cierta, es que ello no puede hacerse sin la recuperación de la idea de derecho como instrumento para resolver problemas y no como indebidamente lo percibimos, y es que el problema muchas veces radica no directamente en el derecho, el verdadero es inteligente, distinto a como pueden ser los agentes relacionados con su creación, aplicación o interpretación, sean ministros, fiscales, jueces, notarios, registradores, diputados, superintendentes de cualquier cosa, en fin, quienes ciertamente en nada favorecen con su acepción del derecho en solucionar las mínimas situaciones cotidianas de la sociedad, ergo …


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