La reflexión del entendimiento abstracto domina al mundo. Logró consolidar definitivamente su imperio después de la Segunda Guerra Mundial, con independencia del factor en pugna que hubiese resultado triunfante –fascistas, socialistas o liberales–, pues, en efecto, más allá del colorido de las pasiones y de las severas caracterizaciones propias de las ideologías en pugna o de los profundos antagonismos inherentes a las tendencias políticas, sociales y culturales o de los intereses económicos en conflicto, existe un reino de las sombras del intellectus, la lógica de la separación y fijación –oculta siempre detrás del escenario. Al final, terminó por imponer sus límites, sus reglas de juego, cerrando y prohibiendo los accesos hacia los territorios de la libre “actio mentis”, de la “actividad sensitiva humana”, mientras promovía su diseño de mundo previsible, mecanizado, útil y pragmático, confortable –“a wonderfull world”–: el mundo de lo fenoménico frente a lo nouménico, sustentado sobre la base de una cada vez más sorprendente, poderosa y eficiente racionalidad instrumental: la ratio técnica. La guerra fue, en buena medida, el gran laboratorio que comenzó a poner en práctica los más diversos artificios que hoy hacen de la vida cotidiana su esplendor. Nadie podrá poner en duda los grandes adelantos tecnológicos que, fundamentados en sus presupuestos, se han hecho realidad: el cielo es el límite. A condición de que el pensar, en sentido enfático, sea sustituído por la imaginación y su representación.

Buena parte de los habitantes del planeta entienden por imaginación –y aquí la expresión “entender” no es un término gratuito– una suerte de actividad productiva de la mente, un flujo de creación continua que genera grandes logros. Pero la imaginación oculta sus secretos: es propia de los fabricantes de los “castillos en las nubes”, de los que habla Maquiavelo en El Príncipe. “Los laureles del mero querer son hojas secas que jamás reverdecen”, apunta Hegel. La imaginación puede llegar a ser mero ocio, lleno de buenos deseos, preñado de lo que “debería ser”, pero de cuya nada no se obtiene nada. Por eso mismo, conviene no confundir la kantiana “apercepción trascendal” con las habituales ficciones de una imaginación que, al decir de Spinoza, conviene objetar, pues “nada de lo que tiene de positivo –puesto– una idea falsa es suprimido por la presencia de lo verdadero, en cuanto verdadero”. Y, sin duda, algo de verdad siempre hay en la imaginación, pero no todo en la imaginación es verdadero.

No obstante, “cuando se dice que un hombre da cabida a lo falso y no duda de ello, ya que no hay ninguna causa que haga fluctuar su imaginación sobre esto, no por eso se dice que tenga certeza”. Si alguno llegara a creerse libre solo por el hecho de tener conciencia de sus acciones, aunque ignorase las causas que las determinan, su idea de “libertad” adolescería de la necesaria adecuación con la realidad, quedando reducida al desconocimiento de las causas de sus acciones. Por lo cual, dicha idea de libertad carecería no solo de consistencia sino, por ello mismo, de realidad de verdad. “Libre, libre al fin, como una paloma”, sentenciaba, no hace mucho tiempo, una cuña publicitaria de toallas que ya no se consiguen.

Imaginatio es, pues, un grado del conocimiento, pero de un “conocimiento por experiencia vaga”: una forma abstracta de percibir las nociones universales a partir de las cosas singulares, representadas por medio de los sentidos, es decir, “de un modo mutilado, confuso y sin orden”. Sobran políticos de oficio, tanto como los llamados “especialistas en la materia” –y unos cuantos militares osados– que han hecho de la imaginación su campo de cultivo predilecto, el elemento propicio de sus ocurrencias destempladas. Y es justo en este punto donde, sospechosamente, se encuentran, entrelazados, los unos y los otros en el nudo de un cordel: metodólogos, epistemólogos, augures, bachaqueros de la política, encuestólogos, demagogos, cartomantes, zodiacólogos, cuya imaginación desprecia la imaginación en nombre de una supuesta negación de la imaginación. Sin lugar a dudas, en estos tiempos de crisis la Imagenología ha logrado trascender –y enriquecer– las técnicas que permiten obtener imágenes con propósitos estrictamente clínicos. “La imagen es el mensaje”, reza una expresión, tomada con pinzas de algún manual del entendimiento abstracto. No pocas veces, los colores de las flores impiden la torsión incolora del espíritu sobre sí. Mejor la fantasía concreta de Vico, toda cargada de su historicismo filosófico.

Es verdad que el sistema de la lógica –en su estricto sentido ontológico– es “el reino de las sombras”. Pero por eso mismo, la formación y la disciplina, alejadas de los fines sensibles y de las representaciones, pueden emprender el quehacer contra las ligeras simplicidades de la mera opinión, la arbitrariedad y la contingencia. Cuando el entendimiento –instrumento metodológico mediante– pone una brecha entre quien conoce y la cosa conocida, cuando trata de interponer por encima de la objetividad su particular subjetividad, manipulándola y haciéndose pasar por su auténtico representante, simplemente, no solo imagina sino que se transforma en un vendedor de espejos, en un comerciante de las imágenes salidas de una imagen. Es un contrabandista. Tal vez, en medio del actual estado de desasociego, resulte ser más necesaria aún la denuncia de semejantes formalizaciones –o ficciones– de la insustancialidad, revestidas con de ropaje científico.

Presa de las fauces creadas por el desbordamiento de su propia imaginación, víctima de la recurrencia de sus representaciones, de su ya atávica inclinación a la espera –no sin ansiedad–, sedientos ante la inminente “llegada” de “el enviado”, el líder, el caudillo, “el jefe” que –¡esta vez sí!– logrará resarcir sus miserias, curar sus heridas y aliviar sus penas, la sociedad venezolana terminó por hundirse en el fango del rentismo populista puesto en sus fragmentos de vida. Quedó tendido en el lado pasivo, conformista, temeroso y extrañado de sí mismo. Insistir en la esperanza es cosa de morbo. No hay milagros. Como decía Descartes, llega el momento en el cual se terminan las opciones y se debe ser “firme y resuelto”. Es hora de ejercer el derecho a decir que no al camino de los espejismos. Reorganizarse para resistir y asumir la verdad como resultado de la formación y del esfuerzo productivo: quizá sea esta la única opción posible para recuperar el país y, sobre todo, para poder recuperarse a sí mismo.   


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