Los problemas de Corpoelec vienen desde muy atrás, desde hace más de una década, por lo menos, y siempre han sido justificados a partir de un factor ajeno a la gestión a la empresa. No ha pasado tanto tiempo como para que se olvide que en pasadas ocasiones se mencionó una iguana, en otras a un rabipelado y hasta a un zamuro, e igualmente a grupos terroristas de la derecha como los responsables de las acciones que impedían o entorpecían la prestación del servicio eléctrico.

Se (des)hizo la luz

Durante estos últimos días en casi todo el territorio nacional ha tenido lugar un apagón sin precedentes, apenas mitigado por cortos períodos en el suministro de luz, que obviamente ha traído consigo graves consecuencias en la cotidianidad venezolana, convirtiéndola en un verdadero calvario, sea dicho sin exagerar. Profesionales versados en el asunto, algunos no precisamente opositores, han reiterado una vieja y persistente denuncia, al señalar que las fallas se deben a una gestión caracterizada por la incompetencia, mezclada con altos niveles de corrupción que impidieron concretar las inversiones requeridas para mantener, mejorar y expandir la generación y distribución de la electricidad. Como respuesta a tales señalamientos el gobierno ha seguido, como cabía esperar, la lógica de culpar al mensajero.

La presente crisis, que al momento de escribir este artículo aún no asoma un claro final, aparte de presagiar un futuro no muy luminoso, tampoco ha sido asumida por Nicolás Maduro y sus colaboradores. En su relato transmitido al país nos enteramos de que esta vez imputa al congresista republicano Marcos Rubio, quien presumiblemente habría coordinado un ciberataque con el propósito de dañar el corazón tecnológico de Corpoelec, trayéndonos, así, hasta las angustias que por estos días padecemos todos.

Se trata, sin duda, de una explicación más refinada que las anteriores, pero desmentida claramente, como apunté arriba, por los conocedores del funcionamiento de la industria eléctrica, quienes han argumentado que la responsabilidad es de la propia empresa, a la vez que han planteado la necesidad de que el apagón sea investigado a fondo y de manera independiente, a fin de disipar las dudas en cuanto a lo que pasó, establecer los correctivos pertinentes y sancionar a quienes se deba sancionar. Dije de manera independiente para advertir que no se trata de una investigación como la que ha iniciado el fiscal Saab en contra de Juan Guaidó vinculándolo a la agresión contra Corpoelec, decisión a la que fácilmente se le ven las costuras políticas y la intención de colocar el asunto lejos de donde debe estar.

En fin, una vez más el gobierno versiona los hechos a su antojo con el fin de librar una batalla en la que él mismo es su propio enemigo (incapacidad y deshonestidad en la administración del dinero, reitero) y de la que finalmente saldrá victorioso presumiendo a los cuatro vientos haber derrotado al imperialismo. Como ya es su costumbre, se habrá sacado de la manga “su” interpretación de lo que acontece en Venezuela, siempre en plan de refutar la realidad y proponer verdades alternativas, tal como lo indica el credo que fundamenta la doctrina de los fakenews.

La revolución se vuelve carnet

El apagón es una prueba más del largo rosario de desaciertos con el que, me parece, se cierra una era política de casi dos décadas, copada por un proyecto que viene haciendo agua desde hace rato. Una era en la que, salvo en la época de las holguras que permitió el precio del barril petrolero, se traicionó la esperanza de un gentío que apostó por la posibilidad de tener un país más justo, democrático y próspero.

Luego de 20 años, la opción política encarnada por el chavismo pareciera haber quedado desnuda, sin ideas que integren una visión del país y representada por una elite que dirige a una sociedad desacomodada y precaria en todos sus planos; una elite dedicada a gobernar con el único propósito de seguir gobernando a como dé lugar, incluso mediante elecciones trucadas que le da victorias aritméticas, pero no políticas. E, igualmente, a través del uso de dispositivos tecnológicos que le permitan, de la manera en que está ocurriendo en otras partes, un control de la vida ciudadana. El llamado carnet de la patria es, en este sentido, pieza clave en una estrategia que incipientemente ya muestra su cara.

En fin, la revolución bolivariana se plastificó. La democracia venezolana, una de su más significativas promesas, se volvió, apenas, un disimulo. Nada indica mejor lo que es ahora el punto de vista que tienen Maduro y sus colaboradores, para entender y atender al país. En este contexto, la resistencia a dejar el poder nada tiene que ver con la defensa de un proyecto ideológico, sino con intereses personales y grupales que solo cuentan con el escudo de un discurso épico que se hace cada vez más mentiroso y tiene menos alcance para justificar la postura de quienes se aferran a sus particulares conveniencias.


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