Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Rebelión en la granja, George Orwell.

¿Es la igualdad el desiderátum de la sociedad humana? Algunos podrían responder que no, siendo que la justicia sobresale aún más como aspiración del hombre, y entramos en una larga y fecunda discusión al aparecer un tercero que aprecia la igualdad como una forma de justicia. La tentación de imaginar que la conquista por la igualdad es la solución es un espejismo; ya vimos a los franceses sacrificar el humanismo de su revolución en el morbo de igualarse.

Empero lo anotado, y como un rasgo evolutivo, de un lado la normación societaria, y del otro la valoración del hombre como entidad, arrojan un trazo dominante que articula en la afirmación de que los hombres son iguales ante la ley, y, a partir de allí, conscientes de su cualidad de persona digna, se han combinado otros elementos para la búsqueda de la igualdad y la justicia que evoluciona también y va más allá del antiguo suum cuique tribuere, presente en Platón, y se desarrolla hacia el honeste vivere y el alterum non laedere que completa Ulpiano.

No obstante, Aristóteles cuida y localiza en el equilibrio entre los pares la base de una estructura cuya dinámica ofrezca la justicia, entendida como una calidad que va más allá de la legalidad y la igualdad. Así, la isonomía es la clave de bóveda de la polis, pero la equidad nos catapulta hacia un pensamiento superior que alude a la naturaleza como al estatus y, en procura de trascendencia, eleva la varilla todavía más. Allí surge la proporcionalidad, y ese ademán que lo integra todo en la necesaria alteridad completa, acota, decanta y corrige lo que ni la ley ni la igualdad natural logran. Ser equitativo ensaya entonces ser justo.

Pero, apreciando que la igualdad no es por antonomasia justicia, es menester en esta muy rápida meditación advertir que las doctrinas se distinguen, por lo general, al mostrarse sus criterios sobre la temática. Aristóteles insistirá, y traigo una cita para confirmarlo que reza así: “Llamaremos justo, en un primer sentido, todo lo que contribuye a producir o a entretener para una comunidad política, la felicidad tanto en su totalidad como en los detalles” (Éthique à Nicomaque, traducción F. y C. Khodoss, París, Presses Universitaires de France, 1965, V. 2, 1129 b 17).

La experiencia socialista reduce a la igualdad la búsqueda de la justicia o la da como un obsequio ínsito a la misma igualdad. Es lo que a la fecha hemos podido constatar en los diferentes ensayos vividos, en URSS, Cuba, Corea del Norte, Albania, China, y, por lo general, el ejercicio se impuso a las mayorías de los dominados y no al elenco favorecido de los oligarcas del partido o a los burócratas que se la pasan mejor y no son ni remotamente iguales o, si lo son en teoría, no lo confirman en la práctica, en la realidad, en la vida. Una nomenclatura surgió siempre, que nada envidia a los regímenes denunciados como clasistas. La advertencia clarividente de Orwell acaba siempre confirmándose.

Por otro lado, los liberales hacen de la libertad individual el soporte de una sociedad que es igualitaria en la suma de cada uno, y justa en el fruto del esfuerzo de cada miembro y el disfrute de su talento, habilidad y trabajo. Stuart Mill nos enseña ese camino como el más natural y cónsono con el ser humano. Ciertamente, sin embargo, la ponderación de otros factores que la base racional de la equidad postula tropieza con el pragmatismo del laissez faire, laissez passer, le monde va de lui méme. Porque ni el hombre es tan puro ni la mano invisible del mercado lo hace infalible.

La pretensión de igualar se confunde con la igualdad ante la ley, y vimos las ideas políticas y la economía darse un tour por el laberíntico camino de la justicia que a ratos iguala y desmerece y, en ocasiones para hacerse presente, debe discriminar, y sobran los ejemplos de la experiencia, como la acción afirmativa lo recuerda en la historia norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, o los procesos legislativos que reivindican los derechos de pocos para ofrecerles un beneficio del que gozan otros y la mayoría inclusive.

Sin embargo, la filosofía y la economía política si bien aclaran el horizonte no llegan siempre a permitirnos distinguir tácticamente la tarea a completar, que no es otra que asegurar la dignidad del ser humano, incluida en esa ingeniería una edificación fundada en la libertad con ese otro pilote, la solidaridad, porque solo el bienestar de todos articulados como un orden normativo e institucional puede evitar el desorden y con ello garantizar la libertad.

Ya decía Burdeau que “la libertad solo es posible en el orden”, y ese marco de desempeño y coexistencia social al cual me refiero tiene que contar, como dijimos, con cánones y estructuras, pero también con valores y convicciones que lo sostengan en los momentos en que se ponga a prueba la bondad del diseño en la adversidad. La construcción societaria es un sistema y consta de un elenco de agentes cuyas prestaciones lo hacen posible, pero si falla una o algunas, no funcionará.

La igualdad por repartida y asegurada no trae necesariamente la paz. La justicia, por el contrario, sí. Nada convence más que la actuación o la evidencia de la justicia, pero la susodicha se encuentra eventualmente más allá de la ley y, por eso, la equidad viene a enmendar desde el corazón, más allá de lo que se cuenta, mide y pesa, desde el espíritu que ve más que los ojos e ilustra a la consciencia.

Los socialcristianos más que de bien común, que dice mucho, prefieren referirse a la justicia social para apuntar a un ordenamiento que trasciende la igualdad ante la ley y persigue la asunción responsable del otro como de nosotros mismos, y así la solidaridad como principio rector y la subsidiariedad que empapa al Estado, a la sociedad civil, a la comunidad, a la vecindad y al mismo ciudadano, para el que también queda la caridad en su devenir personal, pero, como actor político esencial, miembro del Estado civil y del órgano decisorio, la corresponsabilidad de mantener una sociedad justa.

Los socialdemócratas sí han hecho realidad importantes logros en la coexistencia del interés individual y el comunitario, con paradigmáticas experiencias como Dinamarca, consiguiendo avances significativos, pero el discurso oficial venezolano, en contraste, recientemente enfatiza en la igualdad, aparejando en el mismo salario, de por sí mísero, a todos, olvidando la significación del esfuerzo de cada uno y su contribución a la producción de bienes y servicios. Una política económica basada en ese presupuesto no solo no iguala, sino que es injusta, pero los demagogos que gobiernan ni saben ni quieren ni pueden hacerlo distinto. Por eso resalta tanto el trabajo de Luis Pedro España y María Gabriela Ponce que denuncia que Venezuela pudiera ser el país más desigual de América Latina.

Ofende que la reunión de Lima concluya sin hacer nada válido y concreto frente a la mayor demostración de inhumanidad que se ha visto en América Latina, viendo a todo un pueblo desafiar todos los peligros para escapar del hambre y la desesperanza. Allí, bajando para Colombia, Perú, Ecuador, Chile y Argentina, centenares de miles repiten la hórrida experiencia de los africanos que saltan desde el Magreb a las aguas de muerte e incertidumbre del Mediterráneo; de los árabes del Medio Oriente; aquella de los hebreos de los años de la preguerra y de la Segunda Guerra Mundial migrando y así entonces desarraigándose, arrancándose en carne viva su patria, padeciendo el inevitable maltrato xenófobo y la exposición diaria a la supervivencia. El chavismo iguala únicamente en la tragedia a nuestros compatriotas.

Reitero lo que otras veces he dicho. Esta no es más que la revolución de todos los fracasos. Hay que superar este cataclismo histórico.

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