¿Por qué se lee y suena tan severo el último comunicado de la Conferencia Episcopal Venezolana? Por una parte, la Iglesia no se va jamás de vacaciones, ningún católico entra en la carrera sacerdotal para descansar. Por la otra, en estos momentos no hay tregua posible, la brutalidad oficial se mantiene en marcha, hágalo bien o mal. La miseria no duerme, los errores agotan y la angustia continúa, mientras ellos siguen siendo franelas, pendones, altavoces y banderolas rojas encerrados en un legado incumplido, frustrante y corrupto, del cual no saben cómo ni logran separarse, es un aprendizaje duro, si bien cada día está más deshilachado.

Se deshace tanto como se reafirma la fortaleza de la Iglesia, ambos por la negativa al cambio. Los oficialistas no quieren rectificar para bien, no pueden y desconocen cómo hacerlo, las sotanas no cambian para mal porque precisamente es el enemigo al cual están consagrados a vencer.

No es en realidad este comunicado eclesial más fuerte y rígido que otros, porque la Iglesia no cambia, es coherente con su mensaje, su presencia y exigencias. Lo que ha dicho esta vez lo ha expresado y reiterado persistentemente. El que cambia es el régimen, que al no saber qué hacer para responder a las quejas de millones de venezolanos devastados por una economía corroída y corrosiva, va marcando –sin alternativa– el camino peligroso de una gran protesta nacional. Cambian los ciudadanos que, de tiempos malos, pero con esperanzas, han sido dejados caer en tiempos peores en los cuales solo renuevan anhelos e ilusiones, que cada día son menos. Refrescan los políticos que, aunque coinciden en hablar mal del gobierno, van graneando frases hechas de acuerdo al día y titular de prensa que creen llamará la atención hacia sus propios intereses. Y puede que llame la atención, pero no enriquece ya los sueños, no apaga el fuego de una furia que crece sin pausa día y noche.

La Iglesia no cambia porque siempre ha pedido justicia, cumplimiento compromisos, demandando honor y respeto a la palabra empeñada, reajuste de objetivos socioeconómicos, inviolabilidad de los derechos humanos, cese de la represión sin límites con órdenes judiciales ilegales; paz verdadera, no la de los muertos ni los presos sin causa justa, sino la de un pueblo que tiene derecho al bienestar.

Ella defiende los derechos de cada ciudadano y también los deberes. Por eso no cambia, porque en esa defensa está su esencia, su razón de ser. Puede que algunos sacerdotes hayan cambiado para defender lo indefendible, son humanos después de todo y los hay capaces de arrastrar sus hábitos y vestiduras por la pestilencia comunista, pero la institución permanece y perdura por siglos.

La Iglesia venezolana de hoy está presidida e integrada por hombres que han sabido hacer méritos batiéndose por la justicia y los derechos ciudadanos, encabezados por un latinoamericano que aprendió su oficio como párroco, plantando cara a regímenes de tiranías feroces, asesinas, represoras y tan torpes en lo social y económico como la que ahora deja morir de hambre a sus ciudadanos y maltrata a sus niños y ancianos con la carencia de medicamentos e insumos médicos.

La nuestra no es una Iglesia de élite y rezadera por mucho que implore por todos nosotros, es una institución combativa que enfrenta las injusticias, no tiene miedo, goza de guáramo, carácter y temple. Se ubica en todas partes, cada vez menos en urbanizaciones de clase media alta y cada vez más en sectores populares atiborrados de ranchos y sufrimiento. Por eso una dictadura que sabotea a los medios de comunicación y engaña a los pobres, no ha podido entorpecer a la Iglesia venezolana que nunca ha reclamado riquezas ni divisas y no tolera corrupciones, sino que pone el pecho, el compromiso y marca los caminos que deben ser seguidos para beneficio y protección de todos.

Es la obra de Cáritas y de la caridad como forma de vida, de las sopas populares, de la distribución de comida, enseres, juguetes, vestimenta y medicinas, en la medida de sus posibilidades de ayudas a los más necesitados y menos favorecidos. La obra de obispos que trabajan sin descanso, que como buenos pastores velan por sus rebaños, que se ganan a pulso la confianza y el respeto de los ciudadanos y feligreses, la Iglesia que sigue aquí, la que no emigra, la que es conciencia y no calla.


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