I: Mandelshtam, poeta contrarrevolucionario

La noche del 16 al 17 de mayo de 1934, tres agentes de la policía política comunista –OGPU se llamaba entonces–, irrumpieron en el diminuto apartamento en el que Osip Mandelshtam y su esposa Nadiezhda vivían. Unas horas antes, la poeta Anna Ajmátova había llegado desde Leningrado. No tenían nada que ofrecer a la visitante. Osip salió y a los minutos regresó con el préstamo de una vecina: un huevo duro. Luego apareció el traductor David Brodski, que más adelante sería identificado como informante de la policía. Antes de que se lo llevaran, Ajmátova convenció a Mandelshtan de que se comiera el huevo duro. El poeta buscó un pequeño salero y, luego de rociarlo, se lo comió en un par de bocados.

El registro se prolongó por horas, pero los policías apenas cargaron con unas cartas, una cincuentena de páginas manuscritas, y una lista con nombres y teléfonos. Nadiezhda preparó una pequeña maleta en la que incluyó siete libros donde estaba su famoso volumen de Dante. Mandelshtam tenía entonces 43 años y los rasgos de un anciano. Vivían en condiciones de extrema pobreza. Ese día se inició el proceso del que tantas versiones existen: se le acusó de ser un contrarrevolucionario. En su excepcional libro de memorias, Contra toda esperanza, Nadiezhda Mandelshtam nos dice: el poeta estaba incapacitado para mentir. Reconoció ser el autor del que más tarde sería conocido como “Epigrama contra Stalin”, poema de 16 versos, del que copio aquí los primeros 8: “Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, /nuestras palabras no se escuchan a diez pasos. / La más breve las pláticas / gravita, quejosa, al montañés del Kremlin. / Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos, / y sus palabras como pesados martillos, certeras. / Sus bigotes de cucaracha parecen reír / y relumbran las cañas de sus botas.”

Hasta su muerte, el 27 de diciembre de 1938, transcurrieron 4 años, 7 meses y 9 días de sufrimiento. Tiempo de atrocidades: juicios, destierros, torturas, enfermedades, hambre, intentos de suicidio. Mandelshtam se redujo a su esqueleto. Ser extenuado en el campo de Vladivostok. Cuando murió, lo amontonaron en una carreta junto con otros cadáveres que condujeron a una fosa común.

Su poesía, que eludía el regodeo y enunciaba con intensidad (“Estoy mortalmente cansado de la vida / no admito nada de ella”) hizo de él un poeta que sacudía. Quienes han tenido oportunidad de leerle en ruso insisten en destacar su fuerza cautivadora. Pero ello no le protegió de Stalin. Nadiezhda cuenta que una vez encontró un libro que mostraba aves extinguidas. Le mostró una ilustración y él “adivinó de inmediato que se trataba de nosotros”. A la voz poética que estremecía se sumó su trágica derrota ante el poder totalitario. Mandelshtam sucumbió y se convirtió en un símbolo: la vela encendida que recuerda el ensañamiento totalitario, voz judía que cruza las décadas y los continentes, y que ahora regresa en la poesía de Igor Barreto.

II: Mandelshtam en Ojo de Agua

“El muro de Mandelshtam” es la edificación poética a la que Igor Barreto (1952) dedicó cuatro años (“Yo vengo del encuentro con las antípodas. Quiero decir que en estos años me ha preocupado la posibilidad de atar poéticamente dos extremos”). Su escogencia, en un primer instante, pasma: la presencia de Osip Mandelshtam en el corazón de un barrio de Caracas tiene algo de repentino, aparición cuya razonabilidad escapa al lector.

En su prólogo a “Tristia y otros poemas”, Joseph Brodsky sostiene que Mandelshtam es un poeta “de civilización y para la civilización”. Un poeta con el que medir el mundo. Un poeta con el que adoptar la distancia. Barreto lo adopta, no solo por la densidad emblemática que su figura irradia, sino por su energía poética para producir altos contrastes, para suscitar inquietud. No se pronuncia ni invoca el nombre de Osip Mandelshtam sin consecuencias. En uno de los cantos del “Cuaderno de Voronesh” dice: “¿Qué calle es esta? / La calle de Mandelshtam. / ¡Vaya un apellido del demonio! / Por muchas vueltas que le des, / suena torcido no derecho”. La apelación a Maldelshtam: un modo de ver y escuchar (“No olvidemos que el poeta / es un factor potencial / en la dinámica / iluminatoria). Mandelshtam es aquí una técnica de extrañamiento, llevada a este extremo: en la primera sección del libro, Barreto introduce un tren, el mismísimo Transiberiano (el mítico ferrocarril que atraviesa siete husos horarios en el norte de Rusia), en Ojo de Agua.

Barreto incorpora a Mandelshtam: lo instala –casi podría decirse que lo trasplanta–, en un núcleo de pobreza. No en uno imaginario, ni discursivo, ni en una escenificación compasiva de la pobreza, sino en uno de sus lugares reales: un punto del planeta localizable. Un barrio georreferenciado. Lo traspone y proyecta: así como Mandelshtam hace palpables los gruesos dedos de Stalin, Barreto hace palpable su visión de la pobreza. Observa con la luz de Mandelshtam, con su lucidez inusitada, y escribe: “Y pienso entonces / que la raíz de lo que ansiamos decir, /aquello que en verdad somos / suele estar / en otra parte.”

III: Ojo de Agua, fenomenología y lírica

Esto me ha cautivado de El muro de Mandelshtam: Barreto no usa la pobreza. No la envuelve de compasión, no le hace promesa alguna. No la sobrexpone, ni lo contrario. La registra. Da cuenta de ella. La pobreza es lucha por el espacio. “Retazos de vida extrema”. Rencores, amores contrariados e indiferencia. Amontonamientos de basura y candados. Olores que se levantan feroces y aturden los sentidos. Cuestiones que no tuvieron ni tendrán respuesta. No coyuntura sino condición: vaciamiento (“vacíos imposibles de reconstruir”). Del Mandelshtam lector de Dante proviene la potente idea que Barreto asocia a un posible tempo de la pobreza: presente separado del futuro y también del pasado. De un poema titulado “Hombre basura”, copio dos versos: “La basura / está hecha de un presente que no espera”.

Ojo de Agua es un ghetto: así lo nombra El muro de Mandelshtam. Como se sabe, la palabra proviene de la Italia del XVI. Designaba los lugares en los que se confinaban a las poblaciones judías. El muro es el apretujamiento, amontonamiento de las fachadas de ladrillo en el declive de las laderas. Muro también es límite, imposibilidad, encierro, punto de retorno, separación. Asociado al nombre de Mandelshtam es inevitable recordar a los escritores que han pensado en los muros como Franz Kafka y Herta Müller.

A lo largo de sus páginas, el poeta hace patente sus dotes para diseñar y ensamblar: lo documental y lo lírico, lo lingüístico y lo ficcional, lo cultural y lo geográfico enriquecen las capas de humanidad y violencia que conviven en el ghetto. En un largo poema titulado “La fiesta de Jaiker” tiene lugar la historia que tantas veces hemos escuchado: alguien entra y dispara. En el relato de Barreto, una bala ha bastado para acabar con dos vidas. Alguien grita: Los confundieron. Casi al cerrar el poema, estos ocho versos: “Total, en el ghetto de Ojo de Agua / el inocente es un ser invisible: /el que no fue visto, el que no estuvo. / Mientras el asesino / en alguna calleja / festejaba / aquel prodigio de matar a dos /de un solitario disparo.”

IV: ¿Qué libro es El Muro de Mandelshtam?

Mi sensación es la de estar ante un libro sin antecedentes. Lectores disciplinados y expertos podrán establecer conexiones genealógicas e interlocuciones. Deben ser muchas, como muchas las cuerdas que se pueden tensar en búsqueda de más pistas: me parece que El muro de Mandelshtam goza de un privilegio: puede ser leído a lo largo de sus múltiples rutas. Cabría indagar en el carácter del libro: investigación, experimento a partir de experiencias autobiográficas, sin que ello le convierta en un despliegue testimonial. Quien observe las muertes de Ojo de Agua encontrará ecos de otras muertes que han sido narradas en libros anteriores de Barreto.

Hay un rigor y, al mismo tiempo, una enorme versatilidad en su modo de construir su artefacto poético: sobre un fondo narrativo son múltiples los formatos, las voces, las tonalidades que concurren. El muro de Mandelshtam puede escucharse, imaginarse, pensarse o verse (la sección de cierre contiene siete fotografías de Ricardo Jiménez y una de Xiomara Jiménez). A medida que se avanza, el Muro adquiere densidad y perspectiva. Barreto construye un mundo poético equivalente a un mundo narrativo. ¿Hay en la historia de la poesía venezolana, algún libro que pueda servirnos de referencia? No lo sé, aunque tiendo a pensar que no.

Quizás la mayor energía de este poemario provenga del modo en que documento y ficción, proyecto y ejercicio poético, se ensamblan. Barreto se pregunta por la legitimidad del lirismo. Cita a Yeats, pero también escribe: “Allí, con toda seguridad, estaba yo atrapado en la ficción”.  El poemario incluye varios y extensos epitafios, al modo de la “Antología de Spoon River”: muertos que hablan a los vivos. En una sección al final del recorrido, Barreto vuelve a 1996 cuando participó en encuentros literarios en una cárcel. En otra, un poema titulado “Los lentes”, resulta en un dibujo de mínimos trazos, de un hombre al que la perra le ha roto los lentes. ¿Hay algún poema que sea arte poética? Sí: se llama “Ars brevísima”. ¿Sobre Mandelshtam? Varios. ¿Algo todavía más sorprendente? Un poema que lleva este nombre: “Razones de José Antonio Tovar (Alias, El Picure)”, que comienza así: “La culpa de tanta muerte / es del hombre que inventó la pólvora:”.

Me dispongo a cerrar estas notas y, me parece, estoy lejos de poder describir las capas y tejidos que integran este complejo dispositivo poético urdido por Igor Barreto. Desarmarlo y describirlo, pieza a pieza, es imposible y probablemente inútil. Barreto ha fundado un universo. En esta ocasión ha llevado uno de sus más disciplinados hábitos de artista, el de la distancia, a un territorio que es un campo minado: la producción de una escritura múltiple sobre la pobreza circundante.

El muro de Mandelshtam opera a contracorriente: no levanta un pedestal ni al poeta ruso destruido por Stalin, ni a la pobreza de Ojo de Agua, ni a las víctimas de la violencia de estatuto irremediable, ni a sí mismo. Estaban servidas las coordenadas, pero el poeta evadió la más grande tentación de nuestro tiempo: presentarse como una víctima. No es la aparición de Osip Mandelshtan en un barrio de Caracas, el acontecimiento. El acontecimiento es que Igor Barreto no se haya victimizado. Su medida es civilizatoria. Su dolor, universal. No se queja. Su compadecerse es silencio, secreto. Que haya hecho uso, como un gran maestro, del arte de la distancia para evitar el culto a la pobreza, signo de nuestro tiempo, es lo que hace de este libro un hecho extraordinario. Desde esta perspectiva, El muro de Mandelshtam tiene una condición inédita y excepcional: siento que no había ocurrido y que no volverá a ocurrir.

*El muro de Mandelshtam. Igor Barreto. Fotografías: Ricardo Jiménez, Xiomara Jiménez. Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro. San Fernando de Apure, Venezuela, 2016.


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