IV. Comunas y acero.

Entonces Mao tomó la decisión de colectivizar. El modelo: un campo de concentración regido por una estructura militar. Hacia finales de 1958, “la totalidad del campo se había colectivizado en unas 26.000 comunas”. Se creaban centros para niños y para ancianos, de modo de que todo adulto pudiese incorporarse a la producción. Las milicias reinaban. Cada jornada comenzaba con un toque de diana. La desaparición de los salarios fue casi total. Los trabajadores pedían préstamos a la comuna, lo que les comprometía a un régimen de trabajos forzados: durante larguísimas jornadas debían transportar estiércol para poder alimentar a sus familias. Se confiscaban las viviendas. Se prendía fuego a las cabañas de paja, con la promesa de que en días se levantarían nuevas viviendas (no ocurrió nunca). Las milicias iban casa por casa y lo confiscaban todo: comida y utensilios básicos.

La fiebre del acero había comenzado. Era un material cargado de simbología. Una obsesión de Mao. Se ordenó construir hornos en los patios comunes de las aldeas. Vino otra inflación de metas, asociadas a castigos. Un alto funcionario alardeaba: 40 millones de trabajadores mantenían encendidos medio millón de hornos. Nadie podía estar ajeno. Se declaraban campañas, por ejemplo, “batalla nocturna”: no se permitía dormir durante varios días. Las milicias obligaban a cada chino a jornadas de esclavitud. La comida, que era propiedad de la comuna, se transformó en recurso de premio y castigo.

Comenzaron a requisarse productos metálicos, para lanzarlos a los hornos. Todo se fundía. Los hogares quedaron sin objetos metálicos. En las aldeas se amontonaban los lingotes de hierro: escoria quebradiza de ninguna utilidad. El costo de producción de una tonelada de acero chino era el doble o el triple del precio internacional. “Las confiscaciones hundieron a las comarcas rurales en la peor hambruna de la que se tenga noticia en toda la historia humana”.

V: Propagación del desastre.

A medida que trascurrían los meses, las muertes aumentaban. En cualquier parte se encontraban pordioseros. En regiones específicas, los padres vendían a sus hijos. En algunas aldeas, una quinta parte de la población había muerto. Mao decía que aquello era “una valiosa lección”. Los informes comenzaron, de forma cautelosa, a datar lo que estaba ocurriendo. Pero se decía: los sacrificios de hoy se convertirán en los triunfos del mañana. Mientras, a las zonas rurales se les exigía todavía más sacrificios. Les tocaba pagar la deuda externa que el régimen comunista hacía crecer, alentada por su propia red de mentiras y propaganda. Las mentiras alcanzaron este extremo: China “vendía todo tipo de productos a precios inferiores a su coste real: bicicletas, máquinas de coser, termos, carne de cerdo enlatada, bolígrafos, para demostrar que el país se había adelantado a la Unión Soviética en la carrera por alcanzar el verdadero comunismo”.

El déficit crecía hora a hora. Entonces se estableció el criterio de que había que cumplir los contratos y pagar las deudas, al costo que fuera: comer menos o no comer. Mao propuso el vegetarianismo como solución. Usó este ejemplo: hay animales de la granja que no comen carne y siguen con vida. Se emitieron órdenes que reducían o prohibían ciertos consumos. En octubre de 1959 se dictaron medidas de emergencia: “Restricciones sobre todos los productos cuyo consumo doméstico se pudiera reducir o eliminar”. Las requisas se hacían a toda velocidad: había que adueñarse de la cosecha antes de que los granjeros la consumieran.

Así las cosas, Mao dio inicio a una de las prácticas favoritas de su vida: buscar a los culpables de sus errores. Dijo: Se trata de un problema ideológico. Ordenó la purga de 5% del partido, cifra que después elevó a 10%. “No será necesario que los matemos a todos”. Acusó a sus colaboradores. Se desató una verdadera caza de brujas que alcanzó a más de 3,5 millones de militantes del partido. En abril de 1960, Mao provocó un rompimiento con la Unión Soviética. A mediados de ese año la explicación del fracaso giró: la naturaleza se había erigido como un obstáculo. Mientras los chinos morían de hambre, las exportaciones continuaban y hasta se hacían donaciones de cereales a países en situación precaria.

VI. China arrasada.

En el segundo semestre de 1960, en medio de enrevesadas luchas intestinas que Frank Dikötter desgrana con cuidada precisión –de hecho, a todo lo largo del libro estos análisis son una constante–, comenzó a gestarse un cambio de rumbo. Las cifras de mortandad y destrucción saltaban a los ojos. “Mao no podía negar ya la magnitud del desastre, pero como líder paranoico que entendía el mundo en términos de intrigas y conspiraciones, echó la culpa a los enemigos de clase”. En una de sus intervenciones dijo: “¿Quién habría pensado que en el campo había tantos contrarrevolucionarios?”.

La lectura de la tercera sección de La gran hambruna de la China de Mao, se titula “La destrucción”. Capítulo a capítulo, como si se tratase de un recorrido por el infierno, muestra unos resultados que son desolación e inhumanidad.

De la agricultura y la pesca: además del colapso de la producción, insumos y herramientas desaparecieron, se pudrieron o simplemente fueron abandonados. Aquello que no fue fundido en los hornos, se transformó en parte de las montañas de desechos. La industria del gran salto adelante ganó fama mundial como productora de pacotilla. Las fábricas se convirtieron en galpones ruinosos. Aquí y allá abundaban los depósitos con sacos de cemento que no pegaban, raíles de tren que no calzaban los unos con los otros, vigas de acero que se partían cuando eran transportadas. Asombroso: había industrias que carecían de sistemas contables. Nadie tenía idea de cuánto se producía, cuánto se gastaba, de qué tamaño eran las pérdidas.

Del comercio y la disposición de bienes para uso cotidiano, me bastará un ejemplo: en una comuna en la que vivían casi 10.000 personas, una aguja se salvó de una requisa. Los habitantes de la misma hacían cola para hacer uso de la aguja. De las viviendas, esto: las estimaciones señalan que entre 30% y 40% de las viviendas fueron derribadas por distintos motivos. Las páginas que el libro emplea en revisar el estado de la naturaleza sobrecogen: fueron liquidados bosques, ríos, cuencas hídricas; la contaminación, en todas sus formas, se reprodujo en numerosos lugares de la geografía china. “Mao perdió en su guerra contra la naturaleza. La campaña tuvo un efecto contrario al deseado, porque quebró el delicado equilibrio entre los seres humanos y su entorno, y como resultado diezmó la vida humana”.

*La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962). Frank Dikötter. Traducción Joan Josep Mussarra. Editorial El Acantilado. España, 2017.


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