VII. El avasallamiento de la vida humana

Las últimas doscientas y tantas páginas finales del libro pertenecen al reino de lo aborrecible. Aun cuando se trata de una investigación histórica basada en documentos, Dikötter incluye relatos que nos devuelven a la más pura atrocidad de lo totalitario. Se trata de relatos y estadísticas que narran las muertes por hambre de niños, mujeres y ancianos. Hay escenas de sufrimiento pavoroso. A un niño al que descubrieron cavando en búsqueda de raíces para comer, lo cubrieron de excrementos y, bajo las uñas, le introdujeron cuñas de bambú. Hubo dirigentes que obligaron a los padres de un niño que se había robado un puñado de granos, a que lo enterraran vivo. Niños encadenados, niños esposados, niños a los en castigo penetraban con agujas bajo las uñas, niños que debían pelear por un puño de comida, niños que dormían amontonados en centros correccionales.

Millones de niños abandonados –no se sabe cuántos–. Niños de 4 o 5 años, cuyas madres y padres trabajaban como esclavos, que no habían aprendido a caminar. Niños que comían barro y morían. También madres y ancianos. Familias que debían cuidarse de los bandoleros que llegaban, mataban y se lo llevaban todo. Milicias salvajes que torturaban y mataban bajo la autoridad de las requisas. Millones y millones de personas enfermas, sin médicos ni medicamentos –los médicos también fueron destinados a las tareas de producción.

El caso documentado de un pueblo de 262 familias. De ellas, 214 comieron fango, varios kilos por persona. “Algunos aldeanos se llenaban la boca de barro mientras cavaban en el pozo. Pero la mayoría de ellos añadían agua al barro y lo amasaban después de mezclarlo con paja, flores y hierbas, y cocinaban pasteles de barro que les llenaban el estómago, aunque a duras penas les ofreciera ningún sustento. Una vez ingerida, la tierra actuaba como cemento, secaba el estómago y absorbía toda la humedad del tracto intestinal. La defecación se volvía imposible. En varios pueblos hubo personas que murieron en medio de grandes dolores, con el colon taponado por la tierra”.

Los escenarios de degradación y ruina, especialmente en pueblos y aldeas, pertenecen al reino de la alucinación. Lo que el lector ya ha imaginado: se produjeron situaciones de canibalismo. Pero no solo: hubo familias que cocinaron a sus muertos para convertirles en fertilizantes. Mao organizó su propio gulag en aquellos años: las estimaciones señalan que entre 8 y 9 millones de personas fueron confinados en campos de trabajo y campos de reeducación. No menos de 3 millones murieron de hambre y de enfermedades derivadas del hambre.

La gran hambruna en la China de Mao es, en su fondo, un estudio de los innumerables formatos que la violencia puede adquirir, si un líder con poder omnímodo –como Stalin en la Rusia comunista o Hitler en la Alemania nazi–, decide emprender un proyecto pasando por encima de las lógicas primarias de la realidad. Como Stalin y Hitler, también Mao se consideraba a sí mismo un genio de cualidades sobrehumanas. Como ambos, tenía a su disposición unas fuerzas militares y paramilitares dispuestas a liquidar a quien se le opusiera. Como uno y otro, carecía de compasión: vivió ajeno a la emoción del prójimo. Mao fue un monstruo irremediable. Un sistemático asesino de masas y masas de seres humanos. Los 45 o 46 millones que murieron de hambre y de sus consecuencias, entre 1958 y 1962, no le fueron suficientes. En 1966, Mao daría inicio a una vasta vendetta político-militar que se prolongaría hasta su muerte en 1976, que volvería a destruir la estructura económica del país, y mataría a otros 2 millones de personas.

*La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962). Frank Dikötter. Traducción Joan Josep Mussarra. Editorial El Acantilado. España, 2017.


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