Celebramos el cumplimiento de sus 94 años reunidos por la poeta ecuatoriana Elizabeth Quila, directora del Centro Cultural de las América, de Houston, Texas, en un extraordinario encuentro de poetas femeninas suramericanas. Una contradictio in adjecto: la nueva poesía exponía sus últimas letras bajo la presencia juvenil y despierta, siempre bienhumorada y alegre, de la más célebre poeta uruguaya ya nonagenaria, que disfrutaba como una adolescente mientras Soledad le cantaba las mañanitas y le entonaba unos joropos venezolanos, que ella ama. Como que vivió algún tiempo en Caracas, casada con uno de nuestros máximos hombre de letras, así hubiera nacido en Montevideo: Ángel Rama. Fundador, director y espíritu rector de la Biblioteca Ayacucho, de la Editorial Monte Ávila, con quien tuviera sus únicos dos hijos. Pasamos horas y horas juntos con ella, Soledad y yo, conversando, y me entero de su matrimonio con mi admirado Ángel Rama por un hermoso reportaje de El País, de España.

Es una de las más enigmáticas y fascinantes facetas de la mayor poeta de las letras uruguayas, hoy famosísima a pesar de ella. Galardonada recientemente con dos premios mayores: el Cervantes y el de Guadalajara. Viniendo del Reina Sofía. Su discreción solo es opacada por su dulzura. Y su vitalidad la lleva a rechazar ser conducida en un vehículo por los predios de la Universidad y marcar el paso del grupo que se desplaza de un edificio al otro, bajo un cielo límpido y luminoso de un día que anuncia inviernos. Septiembre en Houston, 2017.

Ella, pura esencia, sonrisa y levedad, cuenta en ese reportaje de un casual encuentro del pasado en una esquina de Montevideo cercana a la Gobernación con su más admirado congénere, Jorge Luis Borges. Él, apoyado en su bastón de caballero antiguo, detenido, absorto, ausente y cómo náufrago frente a la vidriera de una mercería, el viento despeinándole el cabello cuidadosamente peinado. Ella, que se apronta a cruzar la calle cargando una máquina de coser. Él, de paso desde su hotel a la Rambla para dictar una conferencia, ella recogiendo un artefacto doméstico prestado a su cuñada, para ir a lo suyo, pasarla en su casa.

Nada más merecido que el Cervantes. En estricto rigor, el Nobel de nuestras letras. Que ella recoge luego del Reina Sofía y cuando aún no se apagan los ecos del que le concediera la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su obra es caudalosa porque le ha dedicado su vida a la poesía. Y renuente a toda postura declamatoria, no se ha dejado seducir por la política. Lo cual no obsta para que ella, que ha vivido todas las tragedias de nuestra región, le haya dedicado unas pocas palabras al mal del milenio, el bolchevismo soviético, que también embrujó, sedujo y empujó a la tragedia al país en el que no ha pasado la mayor parte de su vida –vivió treinta años en Texas y algunos otros largos en México, en donde, como en todos sus destierros, vivió de las letras (fue una excelente traductora y la academia–. Así, En Reducción del infinito, uno de sus libros más celebrados, escribió: “A veces verás la hoz/ aparejada a un cintillo./ Escarapela y martillo/ acompañando a la hoz/ suman su fuerza feroz/ disfrazada de tristeza,/ trayéndonos de cabeza/ a quienes nos rebelamos/ al ver que los mismos amos/ vuelven por la misma presa”.

Tejedora sutil de un tul de palabras a las que se aproxima como llevada por el viento, Ida Vitale se asoma a la fama y a la posteridad como pidiendo disculpas. Nada de todo este reconocimiento ha sido buscado por ella. Se la encuentra en una esquina de su vida, como se encontrara un día de mediados del siglo pasado con “el mayor escritor de América”, como ella llama al ciego genial de la calle San Martín.

Tuvimos el honor de conocerla en Houston, Texas, donde pasara gran parte de su vida con su último esposo, que acababa de fallecer. Fue una delicia memorable. La vida nos da sorpresas.


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