Los venezolanos huyen de la violencia y de la miseria, se convierten en solicitantes de asilo, en refugiados y en migrantes en países vecinos y más allá, en otros países de la región y del mundo, lo que, por supuesto, genera serios problemas no solo a Venezuela que pierde su gente, sus valores, necesarios para nuestro desarrollo, sino para los países de acogida que deben enfrentar la llegada de grupos de personas, sean asilados, refugiados o migrantes.

El caso venezolano es patético. No estamos ante un conflicto armado como en Siria o antes en Libia o Irak. Estamos, sin embargo, ante una situación de violencia tan grave como la planteada en esos países, una violencia de Estado llevada por sus cuerpos de seguridad y sus grupos paramilitares que organizan y financian; pero, además, y eso es más grave aún, por grupos delictivos que operan en el país bajo la dirección y la complacencia del régimen, con la mayor impunidad, dominando incluso partes del territorio nacional a donde no llegan las fuerzas policiales, por temor o complicidad.

Algunos gobiernos han aceptado la realidad y la complejidad de la llegada de decenas de miles de venezolanos y han adoptado, a veces con la cooperación de organismos internacionales, el Acnur y la Organización Internacional para las Migraciones, como es el caso de Colombia, Chile y Brasil, políticas precisas para satisfacer las necesidades básicas y los derechos de los asilados/migrantes. En otros casos la actitud oficial ha sido lamentablemente de rechazo, como la adoptada por los gobiernos de Trinidad y Tobago y los de las islas holandesas en el Caribe, principalmente Aruba y Curazao, cuyas autoridades han procedido, sin mayor consideración ni respeto al derecho internacional, a la devolución arbitraria de muchos que han debido regresar al país con el riesgo que en muchos casos ello significa, dada la persecución y la represión del régimen madurista.

El impacto de las migraciones en general no solamente afecta a los Estados, sino a las sociedades que en algunos casos aceptan la llegada de estos grupos masivos, aunque en otros se han mostrado hostiles, como ha sido el caso de Ecuador, Panamá y Perú que han expresado, aunque no ha sido una constante y menos una actitud general, desde luego, su rechazo a los venezolanos que llegan a sus países, incluso con manifestaciones xenofóbicas que deben preocuparnos.

Para los venezolanos que huyen y llegan a esos países y para las sociedades locales la situación que se plantea hoy es algo nuevo, desconocido. No había ciertamente una cultura de la emigración, de nuestra parte; ni una cultura de hospitalidad, de parte de las sociedades receptoras. Tanto los venezolanos que huyen, como las sociedades locales no conocen, por lo general, sus derechos, menos las obligaciones que les impone el derecho internacional y el derecho de los países de acogida, lo que dificulta el tratamiento del tema y, por supuesto, la mejor integración de los expatriados.

Si bien los migrantes y refugiados tienen derechos que se derivan del ordenamiento jurídico nacional e internacional, con las limitaciones, desde luego, que impone la condición de extranjero, ellos tienen también obligaciones y responsabilidades que deben observar en sus relaciones con el Estado y la sociedad receptores. Eso hay que tenerlo muy claro al momento del análisis de esta situación.

La hospitalidad es quizás el pilar fundamental que encontramos al analizar la situación que plantean los desplazamientos masivos de venezolanos hacia el exterior. La hospitalidad es un concepto particular de indispensable consideración para la recepción/integración más adecuada de los grupos que, como el de venezolanos hoy, llega a otro país. Ella debe ser entendida como atención o acogida. Es una especie de derecho de visita que no se establece por un contrato o un acuerdo, sino que se funda en la condición humana. Es un derecho intrínseco a la persona, que le permite estar en otro país, desde luego, con las condiciones que se imponen. La base sin duda la encontramos en la bondad, en la generosidad, que debería ser propia del ser humano. La hospitalidad es un derecho de todos, que encontraría su fundamento, además, en el artículo 13 de la Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas y en los artículos 12 y 13 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas.

No se trata de recibir y simplemente asistir al que llega. No se trata solamente de alimentarlo por unos días, de atender su salud, de abrigarle y ayudarle, lo que es sin duda parte de la acogida y la hospitalidad que exige la condición de ser humano. Se trata más bien de integrarlo a la sociedad de acogida, de hacerlo parte de esa sociedad en condiciones de igualdad y de respeto mutuo.

La receptividad y la hospitalidad deben relacionarse con el aprovechamiento de los recursos humanos y con la plusvalía social que esos grupos aportan lo que muchas veces no entiende la sociedad receptora, su gente, sus instituciones. En el caso de Venezuela estamos ante una emigración en gran parte capacitada, lo que debería ser aprovechado por el Estado y la sociedad receptores, pero ello requiere que las sociedades y las entidades públicas y privadas del Estado receptor entiendan que la integración adecuada, lejos de ser una carga, constituye un hecho positivo.

La crisis migratoria, desde luego, no se resuelve con las políticas de integración de las personas que llegan, a las que se les deben respetar todos sus derechos humanos y darles las facilidades para que a través del trabajo decente puedan insertarse en la sociedad de acogida. La crisis migratoria se resolverá solo cuando las causas que la genera se resuelvan, es decir, en nuestro caso, cuando cese la violencia, se supere la miseria y se establezcan condiciones suficientes para que los venezolanos, en democracia y libertad, no se sientan más forzados a dejar el país y a sus familias.


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