Me da la impresión de que estos últimos tres o cuatro meses del transcurrir político nacional son un laberinto. Reconozco que hay no pocas cosas que simplemente no entiendo. Además, coincido con muchos en la afirmación de que estamos viviendo la época más amarga y dolorosa de nuestra vida pública, que ya es larga en mi caso. Y que esa imposibilidad de hilvanar los acontecimientos con un poco de coherencia debe tener lo suyo en ese desgarramiento anímico.

Que hayamos perdido una elección de gobernadores abrumadoramente cuando todas las encuestas y expertos daban cifras míseras a un gobierno solo sostenido por una logia de gorilas es cosa curiosa. Pero no solo eran los números reiterados, sino la misma situación agónica del país en cualquiera de sus aspectos, a la vista de todos. Trampas, cochinadas a granel hubo, y eso cuenta, y mucho. Pero no da razón de semejante hecatombe. También ayudó el mercadeo de hambre por voto. Pero faltan fichas. Abstención, seguro. Desorganización electoral y falta de una robusta y diáfana unidad, también. Vea usted cómo combina esas barajas. En todo caso, allí pasó algo muy grave que se continuó en unas vergonzosas municipales. Ya sin unidad ni energía. Con unos abstencionistas que guardaron un insólito mutismo, a sabiendas de que una abstención solo se gana en el plano de las ideas, de la denuncia, del verbo. Así que callarse es perder dos veces, en los votos y en el desenmascaramiento de los truhanes.

Todo lo cual se puede resumir en una consecuencia fatal, que se bloqueó el camino del voto, que hasta no ha mucho era muy nuestro, la salida regia, la que tratábamos de terminar de abrir. Y la que debemos reencontrar ahora si no queremos que Maduro, o algún símil, nos termine de dejar sin país en las elecciones presidenciales, si las hubiese.

Por último quería subrayar que ese silencio se prolongó como si no hubiese cosas de la gravedad de fraudes cantados o una hiperinflación que amenaza con una hambruna sin límites. Los líderes parecen haberse desaparecido y solo en raras ocasiones hacían alguna declaración. Y no lo digo yo, lo dice el texto decembrino de la Mesa: “…no hemos sabido acompañar en las últimas semanas, de la forma amplia y contundente que se merecía, el sufrimiento de un pueblo que ve mermar aceleradamente sus ya difíciles condiciones de vida…”. Las calles y las tribunas, en consecuencia, estuvieron desoladoramente solitarias, con semejantes causas.

En ese documento citado, autocrítica de un año horrible, de tono desgarrador, se alude a lo que hemos dicho y criticado. Y ya es de alabar ese esfuerzo, con el que coincidimos y disentimos, por enfrentar la verdad de la situación infame a que nos ha llevado la dictadura. Tan solo lamentamos que, además de confesar los errores, no se ahonde en las causas.

Pero lo más curioso de este mea culpa es que casi omite, en todo caso le atribuye un papel muy atenuado, a lo que se vendía hace un rato como la eventual solución genérica al problema nacional, la transacción de República Dominicana bajo la severa tutela de la comunidad internacional. De nuevo el enigma: ¿es que ya no es la llave del orden y la paz, aunque sean cojitrancos?, ¿no explicará esa cuasi ausencia la posibilidad de hablar esta vez recio y compatibilizar líneas de acción que parecen poco coincidentes?, ¿o también pudo ser el motivo de los silencios aludidos a la espera del tal arreglo?, ¿habrá que acechar unos pocos días, hasta el 11 de los corrientes, para saber cuál es definitivamente el horizonte y el estilo de lucha ahora prometido?

La gran tarea de este año que comienza tan enfermo es buscar la coherencia. Lo cual se podría desglosar en muchos rubros. De la unidad a la fiereza en las justas electorales, de la lucha por la supervivencia física al enfrentar la continua humillación política. Pero arropando todo eso debe haber una manera de hacer las cosas que se pueda definir con unas pocas palabras: transparencia, constancia, la palabra sonora y oportuna, la conciencia de que hemos llegado a las puertas del infierno y ya no queda tiempo que perder.


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