Que Saturno devoró a sus hijos para impedir que hicieran con él lo que había hecho con su padre (castrarlo), es una imagen fuerte. Establece desde tiempos inmemoriales una relación entre padres e hijos oscura, marcada por los rencores, que se encamina hacia el desastre, como un barco que no ve venir la tormenta. Que hoy uno pueda leerlo en la mitología griega es algo fascinante. Que esa idea simbólica haya perdurado en el tiempo resulta más inquietante.

Que el fundador de un linaje marque con fuego la línea de herederos, perturba. Que los herederos confirmen o rediman los impulsos de un origen cargado de sentidos contradictorios demuestra que la mitología establece aún lazos invisibles con cada uno de nosotros.

En la historia de América Latina hay demasiadas historias de padres políticos que han devorado a sus hijos. De hijos que han traicionado a sus mentores. De hijos de sangre que deciden cambiarse el apellido para alejarse de los horrores que cometieron sus progenitores. En esa complejidad se juegan misterios insondables.

Hay un caso impresionante en nuestro continente, porque sus ramificaciones están cargadas de referencias que lanzan su sombra hasta el día de hoy. Me refiero a la saga de Leopoldo Lugones (1874/1938), quien fuera escritor, historiador, pedagogo, teósofo, diplomático y político argentino. De formación católica estricta, se convirtió en masón. A pesar de que los años los condujeron hacia la reverencia de un nacionalismo autoritario, nunca fue un antisemita.

Autor de una poesía cercana al simbolismo francés, y de cuentos donde trabaja la literatura fantástica, Lugones en política fue un socialista, un liberal, un conservador y un fascista. En ese espectro, se convierte a finales de los años veinte en un propagandista férreo del golpe militar de José Félix Uriburu contra Hipólito Irigoyen.

Escribió un texto que pasó a la historia. “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada… Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”.

Estableció que: “El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica”.

La historia de Leopoldo Lugones podría haber sido única. Pero hay sombra. Después se decepcionó de los militares y en 1938 se suicidó con un trago de whisky y arsénico en el delta del río de la Plata, conocido como El Tigre.

Lo curioso es que tuvo un hijo, Polo Lugones, que fue pederasta y sádico, entró a trabajar en el gobierno de Uriburu como policía, y desempolvó viejos métodos de tortura olvidados desde 1913. Inventó nuevos, como la picana. Como su padre, se suicidó en 1971.

Una de sus hijas, Susana Piri Lugones, a los 50 años ingresó en Montoneros, brazo armado peronista. En 1978 la detuvieron y la torturaron con los métodos de su padre y con la ideología de su abuelo. Aunque tenía un defecto en una pierna, le sobraba buen humor. Se dice que mientras la torturaban, los desafiaba. “No son capaces de torturar como mi padre”. El salvajismo también tiene su estirpe.

Uno puede pensar que el azar y la mala suerte se ensañan a veces con ciertas historias individuales. Pudiera ser. Otra mirada podría referir cierta sabiduría arquetipal: las jerarquías de los dioses influyen en el presente continuo. No nos liberamos fácilmente de lo que hicieron nuestros padres. Mejor aún: estamos condenados a repetirlos o a redimirlos. Lo saben los dioses.


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