Sí, en efecto hoy deseo y volveré una vez más a referirme a mi admirado y querido Aquiles Nazoa, no en razón de un capricho sino como reflejo de cuán presente estuvo y no ha dejado de estar en mis recuerdos, de la valoración de su elevada moral y su nobleza, de mi agradecimiento por su disposición al trasiego de su experiencia traducido en solidarias enseñanzas. Tal vez he sido tentado a hacerlo por la constatación de dos coincidentes referencias: una al dar de nuevo con su “Autobiografía para una pestaña”, en la cual cuenta: “Nací en la barriada el Guarataro, de Caracas, el 17 de mayo de 1920”, publicada en 1950 en la solapa de la primera edición de su libro El Ruiseñor de Catuche , fundamental dentro de su bibliografía y en la historia del humorismo venezolano; al releerlo ahora lo sentí camino del centenario natal y del 70 aniversario de la obra, ambos hechos referidos al mes de mayo.

José Ignacio Cabrujas en un programa radial que le dedicó después del mortal accidente, advirtió: “Yo no voy a llorarlo, porque no puede ser que usted sea un hombre de llanto”, y agregó: “La culpa es suya, porque usted me hizo ese favor de la gracia y de la risa, y yo quiero recordarlo así”. Haciendo mías esas palabras antes que invocarlo con acento luctuoso, siempre he preferido referirme a él en cordiales términos afectivos, celebrándolo de haber sabido enriquecer la vida a tantos de nosotros con el ejemplo de la suya y la calidez de su amistad.

De joven tenía una figura tan flaca que según él daba ganas de reír, pues parecía “una lección de anatomía con flux de casimir”; más tarde, por los 50, pensaba que tal vez era “esa derrotada camisa que desde el alambre de tender a que está sujeta le pide  auxilio al paisaje”.

Es sin duda uno de los intelectuales venezolanos más respetados y reconocidos, cuya vigencia en lo humano, lo cultural y lo político, descansa en la coherencia que lo caracterizaba en cuanto a sus pensamientos, proposiciones y conducta, y en el hecho de que el pueblo nunca tuvo para él connotación de metáfora, sino de realidad con la que se sentía comprometido. Su obra histórica es válida no solo por el cúmulo de datos que recogió en sus investigaciones ni por los recursos que utilizó para transferir tal información a los lectores, sino porque él se planteó esa revalorización de la historia en función de tal reconocimiento al pueblo protagonista.

Fue cronista de la arquitectura, las costumbres, las cosas más sencillas y los hechos más relevantes de esta ciudad, fue testigo de demoliciones y a cada lugar que la ciudad perdía le dedicó versos de nostálgico adiós; como también fue el cantor de lo nuevo y lo grato, listo a celebrar cada situación que nos fuera favorable en lo físico y espiritual.

La censura se hace sentir cuando la barbarie percibe temerosa los avances del pensamiento y una actitud racionales, pues es sabido que si a algo temen los autócratas ensoberbecidos dentro de la brutalidad policial es a la inteligencia de los humoristas traducida en la agudeza de una frase lapidaria, la acertada caricatura que los desnuda, o la parodia escénica que les deshace la parafernalia  reduciéndolos a objetos risibles.

Hoy se evidencia un creciente y justificado rechazo social a quienes desde el poder que han asaltado y del cual abusan criminalmente, se empeñan en desvirtuar incluso la bonhomía que siempre ha sido rasgo esencial de nuestra conducta colectiva. Pérfida y degradante situación que a alguien como nuestro poeta, lo llevaba a insistir en cultivar una real ética y salirle al paso a lo procaz, a cuanto atentara contra la dignidad. Por muchas razones tiene connotación de grato reencuentro la evocación de su presencia y cercanía.


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