Lo primero que vimos fue algo parecido a la huella de un cuerpo y sangre cuyo estremecido color contrastaba con la blancura de la nieve sin que los gendarmes y la gente que acudió lograra entender de dónde surgía. Y lentamente, con una lentitud que ahogó la sorpresa de los aldeanos, fueron apareciendo los contornos de un cuerpo: las fibras musculares, una osamenta, la intrincada red de venas, arterias, conductos capilares, ojos y boca, manos y pies, el cuerpo muerto, reconocible, del único ser que ha logrado alcanzar en esta y en la otra vida del cine el portentoso anhelo de no ser un ente corpóreo, físicamente tangible, detectable por la mirada de otros; un cuerpo mortalmente herido por los disparos de la policía, sino el cuerpo de Jack Griffin, el hombre invisible, es decir, del actor Claude Rains.

Durante la inicua guerra colonial francesa en Argelia (1954-1962) se hizo una encuesta entre niños escolares argelinos y ante la pregunta “¿Qué quieres ser?”, muchos de ellos respondieron: “¡Quiero ser invisible para matar franceses!”. En otro contexto social, habrían expresado quizás el deseo de todo niño: ser invisible para cometer travesuras impunemente. Pero la respuesta hizo pensar a muchos expertos que la invisibilidad es una imagen de la disolución en el inconsciente. Si en la Venezuela actual, bolivariana y no menos inicua, se hiciera la misma pregunta a alguien harto de remover las basuras para encontrar qué comer, diría: “¡Ser invisible para entrar a Miraflores y poner orden; detener la diáspora y el genocidio!”. Pasaría junto a los guardias, les arrebataría las armas y las lanzaría a la calle; recorrería los pasillos del palacio sembrando el terror y, siguiendo a algún ministro o enchufado, encontraría el despacho presidencial, se acercaría al presidente, y para no aventurarme al señalar otras conductas, le diría cosas al oído, lo atormentaría, le pediría que renuncie, que busque la manera de irse para Cuba, para donde Evo Morales o para Rusia a hacerle compañía a Gérard Depardieu.

H. G. Welles fue un hombre de profundas convicciones socialistas y al crear a Griffin, al convertirlo en una aberración, estaba, contrariamente, condenando al ser individual, expulsándolo de toda forma posible de vivir en comunidad.

El aire y la luz de la tarde están siempre allí. No podemos tocarlos y sin embargo, nos abarcan, saben dónde estamos. El aire, al enfurecerse se hace visible porque, convertido en huracán, destroza todo a su paso como si fuese un Jack Griffin enloquecido. Los teólogos han tenido que hacer lo que hizo James Wahle: darle apariencia humana a Dios dejándole crecer unas barbas como las del abate Farías en su largo cautiverio en el castillo de If, sentándolo en un trono y permitiéndole asumir una iconografía equivocada olvidando que no puede tener sexo porque es solo un resplandor.

A su vez, la ciencia trabaja incansablemente para los servicios de Inteligencia y para la guerra perfeccionando el arte del camuflaje en una desesperada carrera para tratar de superar la ficción cinematográfica que puso a disposición de Pierce Brosnan el James Bond de la excesiva Die Another Day, de 2002, un Aston Martin Vanquish invisible como ejemplo supremo del camuflaje.

En 1933 yo tenía apenas dos años de haber nacido y gateaba por el patio de mi casa; los alacranes retozaban entre las cañabravas ocultos en el cielorraso y revoloteaban los zamuros sobre los techos en la aldeana Caracas mientras James Whale se paseaba por los estudios de Universal con el brazo extendido y la mano aferrada al aire, porque caminaba agarrado de la mano de Griffin. Y quienes lo veían decían que estaba loco porque hablaba con un interlocutor que solo era aire. Hizo suya la dedicación a la poesía que va a expresar Rilke, obsesionado por la mirada del ángel, en una célebre carta a su amigo Hulewicz: ¡Somos las abejas de lo invisible. Libamos desaforadamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de lo invisible!

Herbert Georges Welles escribió El hombre invisible cuando tenía 31 años de edad. Jack Griffin sostiene la tesis de que si se transforma la refracción de la luz en una persona haciéndola coincidir con la del aire, el cuerpo no absorberá ni reflejará la luz y dejará de ser visible. El experimento resultó exitoso pero Griffin no encontró nunca la fórmula para recuperar su corporeidad. ¡Terminó enloquecido y arrastrado al crimen y a la violencia! Herido por los disparos de la policía, sus huellas en la nieve acabarán por denunciar su invisible presencia y morirá abaleado.

No deja de ser una absurdidad que para no ser invisible, Griffin tenga que usar sombrero hundido hasta las orejas, vendas en la cara, enormes anteojos oscuros y guantes: es decir, convertirse en un monigote, en un ser estrafalario que llama poderosamente la atención, o que una banalidad como la de sus huellas en la nieve sea el detalle que lo delate. En el cine de comienzos de los treinta, maravillarse de que lo único visible sea una camisa flotando en el aire o no ver nada a medida que Griffin se va quitando las vendas de la cara son milagros que se deben a los efectos especiales de John P. Fulton, a quien la historia del cine no ha vacilado en calificar como maestro.

¡Lo he declarado muchas veces! Para la Villa del Cine soy Jack Griffin. Son tantos los desafectos de la Villa hacia mí que han terminado por convertirme en un hombre invisible, al menos mientras duren las visibles torpezas del régimen militar y deje la Villa de producir esperpentos como la película que se mandó a hacer Farruco Sesto cuando era ministro de algo.

Pero, la verdad, ¡quisiera seguir siendo Jack Griffin mientras dure este otro esperpento que es el país bajo el socialismo y poder entrar sin que nadie me vea en el despacho presidencial o enloquecer a todo el gabinete!


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