Han pasado 45 años desde que el escándalo de Watergate terminó con la presidencia y la carrera de Richard Nixon, pero el tiempo transcurrido no lo hace ni menos absurdo ni menos apasionante. De ahí que ese lejano eco maloliente del poder siga resonando, claro, incómodo, para recordarnos que la transgresión temeraria a los mandamientos de los dioses, la “hubris” griega, se pagaba y se paga caro. Conviene recapitular cómo fue el asunto.

En el centro de la trama está Nixon, ese hijo de cuáqueros californianos que con una voluntad de hierro había emergido de la pobreza para labrarse una exitosa carrera política. Tenía al menos dos particularidades, un resentimiento feroz contra el establishment que lo había visto subir con incomodidad a congresista, vicepresidente y en 1968 a presidente, lo cual lo llevaba a ver enemigos en todas partes. Era además una brillante mente geopolítica que, asociado a su consejero Henry Kissinger, se había propuesto  restaurar el orden imperial maltrecho por la humillante guerra de Vietnam. El cocktail, con sus cuotas de paranoia, brillantez estratégica y ambición, estaba servido. Nixon impulsaba con audacia una política de distensión hacia la URSS y una inesperada apertura a China, al tiempo que escalaba la guerra de Vietnam. Pero su obsesión era otra: los enemigos internos, a saber, la prensa y los liberales.

Para defenderse apeló a todos los trucos sucios aprendidos en su carrera, incluyendo el espionaje y todo se complicó cuando algunos de sus secuaces fueron atrapados tratando de plantar micrófonos en el cuartel general demócrata ubicado en el hotel Watergate. La prensa pescó la noticia y la Casa Blanca reaccionó de la peor manera posible, tratando de echar tierra (más bien un alud) encima del asunto. Lo asombroso es que los dos reporteros de The Washington Post que siguieron la noticia desde el principio, Bob Woodward y Carl Bernstein, parecían estar siempre dos pasos delante de la Casa Blanca, con lo cual el culebrón se volvió apasionante. Un abrumado Nixon renunció en agosto de 1974 y una catarata de libros dio cuenta de los entretelones del asunto. Los dos reporteros revelaron entonces que tenían una fuente oculta bajo el alias de “Garganta Profunda”, en honor de la película porno del mismo nombre. Jamás revelaron su identidad, hasta que en mayo de 2005 un viejecito apacible confesó a Vanity Fair ser la fuente oculta. Su nombre era Mark Felt y era el número dos en la pirámide del FBI. En sana lógica hubiera debido ascender al primer puesto a la muerte el 2 de mayo de 1972 de su legendario fundador y director Edgar Hoover. Pero Nixon, siempre desconfiado del orden burocrático establecido, lo dejó de lado. Un error grave.

La película adopta, como punto focal  de todas estas intrigas cruzadas, la personalidad de Mark Felt. Como todo participante de la comunidad de inteligencia, Felt es un tipo reservado, que conoce perfectamente los resortes del poder y es capaz de moverse como pez en el agua, no solo en la burocracia interna del FBI sino en los sinuosos pasillos del poder político. La película en un acierto duplica este mismo tono con una fotografía oscura e invernal y un tono pausado, moroso. No hay ningún momento de espectacularidad y el suspenso deriva mucho más de las jugadas de ajedrez dentro del tablero de poder, que de un golpe de efecto que no llega nunca. Porque Felt es un hombre torturado. Ha dedicado su vida al FBI y de pronto, siendo una ficha clave para el gobierno, es presionado para desviar una investigación que, intuye, terminará mal. Ocurre que el tema no es el caso Watergate (que por cierto fue ya suficientemente abordado en dos filmes excelentes: Todos los hombres del presidente de Alan Pakula y Nixon del detestable Oliver Stone). El tema es el protagonista Mark Felt, alguien que debe elegir entre la lealtad a la justicia y la lealtad a sus jefes circunstanciales. Con un grano de pimienta que quedará irresuelto para siempre ¿lo hace por un alto ideal o como venganza por el “bypass” profesional de que fue víctima?

La película logra retratar al informante con todas sus complejidades, un matrimonio en problemas, una hija que ha huido y que busca desesperadamente, mientras un drama nacional se desarrolla ante sus ojos. Esta contradicción entre el drama privado y el drama público es uno de los puntos más altos de la película. Un filme pausado, que evita las estridencias de uno de los casos más mediáticos del siglo pasado. Más bien logra la proeza de hacer íntimo un drama público. Porque, se sabe, los dioses enloquecen primero a aquellos a quienes quieren destruir.

El informante (Mark Felt: the man who brought down the White House). Estados Unidos, 2017. Director: Peter Landesman. Con Liam Neeson, Diane Lane, Josh Lucas.


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