Marcelo Odebrecht es el hombre del año en América Latina. Este ingeniero brasileño nacido en 1968, nieto del fundador de un enorme conglomerado empresarial, es el príncipe de los coimeros del planeta. Para evitar la sentencia de 19 años de cárcel, algo que ha logrado hace solo unos días, ha delatado a sus cómplices en su condición de “colaborador eficaz de la justicia”, desestabilizando a muchos de nuestros países, mostrando (muy a su pesar) las miserias y cinismo de numerosos políticos y funcionarios.

La Organización Odebrecht era una enorme empresa de ingeniería civil, con casi 200.000 trabajadores y una facturación de más de 40.000 millones de dólares, de los cuales ya ha perdido una tercera parte. Operaba en una veintena de países, algunos de ellos con un PIB menor que los ingresos de la compañía, pero el grueso de su operación y de sus sobornos los llevaba a cabo en Brasil.

Repartió en total unos mil millones de dólares. En términos absolutos el país más corrupto fuera de Brasil fue Venezuela (98 millones de dólares), algo totalmente predecible, porque su gobierno es una especie de inodoro inmundo, pero las naciones latinoamericanas que más coimas per cápita recibieron fueron Panamá (59 millones de dólares) y República Dominicana (92 millones de dólares).  

El modus operandi era sencillo. Los hombres de Odebrecht detectaban a un candidato con posibilidades y comenzaban a negociar. Podían hacerlo primero presidente y luego rico. Brasil tenía grandes publicitarios y magníficos gabinetes de campaña. Ese estupendo expertise se ponía al servicio de la persona elegida junto a cantidades importantes para sufragar el costo de la operación.

Todo lo que el candidato debía hacer, una vez elegido en las urnas, era aprobar los abultados presupuestos y confiarle a Odebrecht la ejecución de las obras públicas programadas. El enorme monto era sufragado por los impuestos pagados por los pueblos o mediante préstamos a los que habría que hacerle frente algún día.

Los brasileños de Odebrecht, por su parte, hacían bien las carreteras, los túneles o lo que fuere, y se ocupaban de pagar seriamente lo pactado en Suiza, en Andorra o en algún otro paraíso fiscal, organizando minuciosamente la logística de la corrupción. Cumplían su palabra. Lo de ellos no era engañar a los políticos ni desvalijar a los ladrones, sino facilitarles la famosa consigna secreta de “robar, pero hacer”, mientras aumentaban la facturación año tras año.

Se podía confiar en sus palabras de mafiosos dotados de corbatas de seda y trajes de 5.000 dólares. Carecían de color ideológico. Sin el menor escrúpulo pactaban con el venezolano Nicolás Maduro o con el ecuatoriano Jorge Glas, el vicepresidente de Rafael Correa –apóstoles del socialismo del siglo XXI–, enemigos naturales de la economía privada de mercado, de la cual la empresa Odebrecht era la quintaesencia.

El problema, naturalmente, no es Odebrecht, sino la mentalidad que impera en América Latina. A otra escala más modesta, es así, mediante coimas, pequeñas o grandes, como han funcionado la mayor parte de nuestros gobiernos desde tiempos inmemoriales, con un agravante terrible: a nuestras sociedades no les preocupa. La corrupción comparece al final de la lista de los males que deben erradicarse en la mayor parte de las encuestas. En México llegan a afirmar, seriamente, que “la corrupción es solo otra forma de distribuir los ingresos”.

¿Por qué sucede esta ausencia de principios en nuestro mundillo?

Tal vez, porque la mayor parte de los iberoamericanos –incluyo a los brasileños– no perciben claramente que el dinero público es aportado por todos nosotros y la corrupción es como si nos metieran la mano en bolsillo y nos robaran la cartera. Lo que ocurre en el Estado no nos compete.

Acaso, porque el cinismo es total y damos por descontado que al gobierno se va a robar y no nos preocupa, siempre que sean “los nuestros” los que se enriquecen con los recursos ajenos. Somos víctimas de una clara anomia moral.

Sin duda, porque el clientelismo, esa pequeña coima otorgada por el gobierno, es una forma de corrupción en la que millones de iberoamericanos se adiestran en ese tipo de conducta nociva.

Por eso no es de extrañar que, pese a Lava Jato, como se llamó en Brasil a la operación judicial contra la corrupción, vuelvan a elegir a Lula da Silva, quien hoy encabeza las encuestas pese a sus sucios negocios. Hace años lo dijeron los peronistas en la vecina Argentina en un grafiti que el tiempo no ha borrado y revela el drama de fondo: “Puto o ladrón queremos a Perón”.


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