Belén iba a morir dos meses más tarde y los días se alargaban entre quebrantos, medicinas y tratamientos ineficaces mientras su bello cuerpo de bailarina se reducía hasta convertirse en una piel pegada a sus largos huesos como si se tratara de una de las espectrales Willis del bosque. Pero comentábamos, ella y yo, sobre la vida hermosa que compartimos durante medio siglo: los viajes, los hijos, su pasión por la danza; lo que permanece impalpable sobre el escenario cada vez que el tour en l’air o el grand jetté dispersan el aire.

Y surgía el nombre de Marguerite Yourcenar, quien afirmaba que hay que esperar la muerte con los ojos abiertos. Y reflexionábamos sobre la profundidad de la frase y la iluminada oscuridad que brotaba de ella, la certeza de que allí nos está esperando el glorioso silencio de una música estremecida nunca escuchada antes. Surgía también el nombre de Cesare Pavese: vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Pero yo recordaba una vez más la caricatura del diario El País, de Madrid, que me hizo llegar Alberto Valero desde Varsovia, en la que la Muerte, con toda su parafernalia de sudario y guadaña visita al moribundo y este, desde la agonía de su cama mirando fijamente a la inevitable visitante dice: “¡Señora, haga lo que tenga qué hacer, pero no me tutee!”. Y entre reflexiones y risas trascurrieron los días que hicieron posible que Belén convocara a una muerte digna y la esperara con los ojos abiertos.

La Muerte es hija de la Noche, tiene alas negras y una red con la que captura a sus víctimas; se considera, además, hermana del Sueño por su crispante parecido. En la mitología griega, las parcas (las moiras, de los romanos) eran tres hermanas hilanderas que determinaban en el hilo de la lana el destino humano. Ellas disfrutaban entrelazando hilos de oro, que significaban los momentos de gloria, con hilos negros para señalar los de mayor tristeza. Cloto hilaba, Láquesis lo enhebraba y Átropo lo cortaba, inopinadamente, con su tijera de oro sin importarle la longitud del hilo. Al cortarlo, fijaba o establecía el momento de la muerte, sin considerar si se trataba de un niño, un joven o una persona adulta o senil.

Para algunos, la muerte es una presencia renovadora. El jardinero, pongamos por caso, tala el árbol para renovarle el vigor de su savia, y son muchos los que sostienen que la muerte es un inagotable manantial de vida y creen en la reencarnación no solo del espíritu sino del cuerpo transmutado. Se renace en la luz cuando se cruza el umbral y se entra en la oscuridad, pero la muerte sigue siendo el final, la conclusión de la vida humana, animal; la vida de una planta, de una amistad, de un compromiso; de nuestra propia edad. “¡También se muere el mar!”, dijo entre sollozos Federico García Lorca sobre la tumba de Ignacio Sánchez Mejías, y mueren los barcos en los desguazaderos y van muriendo los países; unos, de tristeza heridos por la nostalgia de haber sido gloriosos y dominantes en tiempos remotos; pero otros, como el mío, se desvanecen en el hambre y los maltratos; en el genocidio que diezma, en la diáspora que dispersa y avienta y en la disolución de nuestra geografía humana.

Los conocedores de las ciencias sociales pueden determinar las causas de estos desastres: malos desempeños administrativos, políticas erradas, militarismo, fascismo y corrupción, pero los que buscan explicación a los grandes enigmas expresados por Vicente Gerbasi cuando escribió que venimos de la noche y hacia la noche vamos, tienen que adentrarse en laberintos filosóficos o aferrarse a dogmas inquebrantables.

Se trata de la no permanencia, de lo perecedero; el instante en que todo se disuelve, se eclipsa o se hace humo. Cantamos a la muerte cuando somos jóvenes porque creemos que ella es apenas una sombra, una presencia lejana que invita a cenar solo a los ancianos y a los enfermos. Pero cuando nos acercamos a la edad del bastón y del temor a las caídas, entonces cantamos a la vida y sentimos que se trata de una liberación, pero puede ocurrir que lejos de despojarnos de nuestras pertenencias, de liberarnos de las pasiones e ideologías; en lugar de hacer liviano el largo viaje que vamos a emprender por los océanos de la eternidad es cuando más queremos atesorar y permanecer. Es cuando desaparece la humildad en nuestras vidas y altivos nos negamos a morir y nos empeñamos en seguir viviendo. ¡Y morimos mal!

Los japoneses creen que morir disgustados frena el viaje del difunto. Transformado en espectro y anclado en este mundo castiga a los vivos que lo vieron morir. ¡De allí, la importancia de los ojos abiertos de Marguerite Yourcenar!

¡También hay quienes siguen muertos, creyendo estar vivos!

Knut Hamsun fue un escritor noruego, Hambre, 1890; Pan, 1894, admirado universalmente, pero se hundió en la indignidad y se hizo colaboracionista de los nazis cuando invadieron el suelo noruego. Entonces comenzó a recibir ejemplares de sus libros que los lectores le devolvían en abierta manifestación de desprecio y murió en 1952 a los 92 años, sordo, empobrecido y repudiado por el mundo que lo había aclamado. ¡Pero ya había muerto! Murió en el momento en que en su correo apareció devuelto el primer libro. Lo dijo Isidore Ducasse, el conde de Lautreamont: “Una mancha intelectual no la borran océanos de eternidad”. Sin embargo, toda experiencia humana es intransferible, afirmaba Mariano Picón Salas, y la prueba que sufrimos solo nos sirve a nosotros mismos. Nada nos dice la vida del otro: no es aprendizaje suficiente y su muerte apenas sirve, en el caso del cinismo crónico, para alegrarnos al saber que aún estamos vivos.

“Cada hombre –dejó establecido Montaigne– no da sino el reflejo de lo humano en sí mismo; apenas puede contar qué pasó por sus vísceras, su memoria, su corazón”. ¡Cada uno es un sálvese quien pueda!

¡Mientras tanto, la hija de la Noche, con sus alas negras, sigue tendiendo sus redes sobre la diáspora y el hambre en el país!


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