A las pocas semanas del derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza, y todavía en plena alegría por el fin de un régimen con fama de cruel, sanguinario y atrasado; llenos de ilusiones con las hazañas de los sandinistas, los planes que se hacían en el gobierno para poner en marcha la economía, con contradicciones ocultas al público entre radicales y liberales, Managua era una ciudad limpia, aunque muchas de sus calles fuesen de rústicos adoquines y el asfalto fuese un lujo fuera de la vista.

No todo era atraso. El alto edificio del Banco Central, de mármol blanco, se veía desde cualquier punto de la ciudad y la televisión transmitía en colores, un asunto que el gobierno venezolano prohibía a las televisoras públicas y privadas con la excusa de que los pobres no tenían cómo acceder a un aparato de televisión, les descuadraría el presupuesto u otra excusa de paternalismo socialcristiano. Un dólar se adquiría con 4,33 bolívares y en ese momento ocurría otro boom de los precios petroleros. Había dinero. El país nadaba en ingresos propios y se endeudaba a manos llenas. A pesar de que Luis Herrera Campins había lanzado la admonición de que recibía un país hipotecado, el endeudamiento a corto y mediano plazo siguió con la misma efervescencia y agravada irresponsabilidad.

Managua estaba informalmente militarizada por los guerrilleros. Unos de verdad, otros disfrazados y no pocos para lucirse se sentaban con sus fusiles AK 47 en los lobby de los hoteles y en los pocos cafés a conversar de política, a inventar hazañas, a ligar con las muchachas y a fanfarronear. Afuera la situación no era tan de bulevar parisino y quizás el drama empezaba en que no había montones de basura en los cuales escarbar. No había nada qué comprar y nada en las pocas neveras. Las alacenas estaban vacías. En el mercado ofrecían pocas cosas: carne sin refrigerar y granos, mientras un vendedor ofrecía un refresco natural, de patilla o tamarindo con un solo vaso, que iba de boca en boca luego de echar al piso el residuo que cada quien dejaba. Quizás creía que ese gesto mataba los microbios.

De los supermercados quedaban los galpones vacíos con muebles despoblados y maltrabados, botellas de licor vacías y grandes charcos en el suelo. Era una ciudad fantasma, que mostraba las huellas de la catástrofe que fue el terremoto de 1972, cuadras enteras llenas de escombros y casas a medio derrumbar, con aguaceros esporádicos, como las ráfagas de ametralladora y el servicio de luz eléctrica.

En una de las transversales cercanas al hotel Managua una anciana, casi descalza, recogía agachada hierba con un niño. Lo hacían con especial cuidado. Tomaban las hojas más tiernas, las más limpias y se las llevaban a la boca y las masticaban. Se las comían. Al sentirse observada la mujer se levantó apresuradamente y sin soltar la hierba preguntó de dónde éramos. Al saber que veníamos de Venezuela se le iluminaron los ojos como si una película en tecnicolor de lujos, mises, areperas abiertas toda la noche, tiendas por departamentos y burdeles grandes como campos de concentración le copara la imaginación. Tomó el niño de la mano y dijo: “Tome, lléveselo. Aquí no tiene futuro ni nada qué comer. Lo único que nos queda es hierba”. No le gustó la negativa ni la sorpresa. Soltó una lágrima. Trató de esconder su frustración dando la espalda. Soltó la hierba y puso los brazos en cruz. Fue un grito largo y desesperado, ensordecedor, como si le mentara la madre a algún presidente y clamara al cielo su castigo.

Nicaragua ha vivido estos 18 años de Venezuela, muchos de sus ciudadanos que eran niños cuando el Comandante Cero “traicionó” el proceso se han hecho potentados. Tienen un tratado de libre comercio con Washington, pronuncian mucho la palabra socialismo, y la corrupción, ay, la corrupción, pero hay medicinas, comida, médicos y no matan a la gente por un teléfono o por caerle mal a un policía. No es solo el sistema, la ideología, es la constitución criminal de la mafia gobernante. Vendo espejo retrovisor en colores.


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