I

La casa de la abuela Andrea en Paraguachí era fresca, sobre todo porque estaba ubicada en una parte de la isla especialmente verde y fértil, flanqueada por el cerro Guayamurí, del que baja una brisa fuerte y constante que hace hablar a los árboles. Aunque estaba bañada por el sol, la playa más cercana quedaba a 20 minutos a pie.

La frescura de la casa, el verdor del terreno, lo tibio de la tierra roja en la que se sembraban patillas, melones, ajíes y hasta tabaco se debía, además, a un pozo subterráneo. Yo llegaba a aquella casa en los primeros días de septiembre y corría feliz, sola, hasta el aljibe. Me asomaba a aquel inmenso hueco en la tierra bajo unas matas de mamón frondosas y alcanzaba a ver el agua. Ya no había allí un recipiente para sacarla y llenar el abrevadero de las vacas que estaba al lado, pero leía la inscripción que en el borde del pozo había mandado a hacer mi abuelo, la fecha de la construcción, años antes del nacimiento de mi madre.

Es una tierra bendecida por el amor y por el agua. Con esa misma agua se llenaba un tanque que estaba en un cobertizo al lado de la casa, a la sombra de las matas, con medio techo. Era un agua dulcísima y helada, abundante, con la que mi mamá nos bañaba al regresar de la playa y con la que jugábamos hasta cansarnos. No había restricciones, alcanzaba para todo.

Será por eso que mi madre ama tanto el agua. Para ella, “echar agua” es una felicidad. Le encantaba mojarse los pies cuando tenía calor. Agua, agua, agua.

II

Crecí en una casa grande, grandísima que tenía dos tanques inmensos de agua en el techo. Allí, en aquel caserón frío, con el clima de los Altos Mirandinos, mi mamá continuó con su pasión de echar agua a todo, a los pisos, a las ventanas, a los carros, a los baños.

Tenía un inmenso jardín y se daba el lujo de regar hasta la grama, los árboles, las matas de cambur, las orquídeas de papá, los rosales del porche, las begonias de las jardineras. El agua corría sin parar en los baños, en la cocina, en el lavandero.

Mi papá, como buen médico, decía que no había nada más saludable que un baño. Ningún enfermo debía dejar de bañarse, ningún niño, aunque tuviera fiebre, en ese caso con más razón. Para los culitos de los bebés nada de toallitas húmedas, agua y jabón. Para las heridas de las tremenduras, nada de alcohol o agua oxigenada, solo agua y jabón. Los pisos del consultorio, que quedaba al lado, se limpiaban con agua, jabón y cloro que se echaba profusamente todos los días una vez terminada la consulta.

No había restricciones.

III

No me queda otro remedio que refugiarme en los recuerdos, en aquellos tiempos en los que no sabía lo que era almacenar agua, fregar con un tobito, esperar el horario para aprovechar al máximo.

Mi mamá no entiende. Cuando le digo que tengo que calentar una olla de agua para bañarla, no entiende. Cuando le digo que no puede fregar los platos, no entiende. Cuando le digo que no gaste toda el agua almacenada, no entiende. Cuando le digo que no puede bajar la poceta, no entiende.

Llevamos más de 15 días en Baruta sin que llegue apropiadamente agua. Lo único que hemos podido hacer en el edificio es racionarla a media hora diaria, y ya para el jueves ese tiempo se reduce a la mitad.

Este racionamiento no es nuevo, no es por un fenómeno natural, es por desidia y por maldad. En el municipio donde vivo se aplica hace más de tres años. Si llamamos a Hidrocriminal, solo contestan: “La pondremos esta noche”, pero mienten con todo en cinismo aprendido de los superiores.

Lo más visible es cuando se va la electricidad, pero la falta de agua es un padecimiento al que nos hemos acostumbrado. O se han acostumbrado. Yo estoy harta de vivir en la marginalidad. Quiero bañarme cuando me dé la gana.

Pero lo que me queda es cerrar los ojos y pensar en el aljibe, en el tanque de agua dulce y helada de Paraguachí, en la bañera de la casa donde crecí. Pero mi mamá no entiende.


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