La máxima jefatura de la Fuerza Armada Nacional ha sido categórica al declarar que la institución es irreductiblemente bolivariana. En pocas palabras, según ese vocero, dicho cuerpo armado aspira a que se le considere como heredero del Libertador. La pretensión, sin embargo, aunque justa y razonable, y fundada, además, en el comportamiento ejemplar del gran caraqueño, tiene que ser ratificada día a día con el proceder paradigmático de la institucionalidad militar. Ahí precisamente yace el incordio.

Bolívar dio suficientes muestra de ser un gran conocedor de la condición humana. Un ejemplo de esa singular habilidad la puso de manifiesto cuando escribió una carta a Santander en la que decía: “Los españoles nos han inspirado por espíritu nacional el terror. Cuanto más pienso en esto, tanto más me convenzo de que ni la libertad, ni las leyes, ni la más brillante ilustración nos harán hombres morígeros, y mucho menos republicanos y verdaderamente patriotas. Amigo, por nuestras venas no corre sangre sino el vicio mezclado con el miedo y el error. ¡Qué tales elementos cívicos!”.

A pesar de ese lastre, el Libertador siempre actuó con altura y conforme a los vientos liberales de su tiempo. Fue rotundo en su Discurso de Angostura al pronunciarse a favor del ideal democrático. En esa pieza magistral, Bolívar bosquejó las particularidades de una república ajustada al credo de los nuevos tiempos revolucionarios: “Al separarse Venezuela de la nación española ha recobrado su independencia, su libertad, su soberanía nacional. Constituyéndose en una república democrática, proscribió la monarquía, las distinciones, la nobleza, los fueros, los privilegios: declaró los derechos del hombre, la libertad de obrar, de pensar, de hablar y de escribir”.

Compartiendo escena con el Padre de la Patria, pero al otro lado de su elevada figura, encontramos a Francisco de Paula Santander. A decir del colombiano Laureano Gómez, a su personalidad histórica le falta estatura y volumen, y le sobran corcovas y gibosidades. Ciertamente, las pillerías, deslealtades y arbitrariedades que llevó a cabo el general neogranadino fueron múltiples y variadas. Para nuestro propósito es suficiente con referir solo una de ellas.

El 7 de agosto de 1819, bajo el mando de Simón Bolívar, el ejército patriota se enfrentó a las fuerzas realistas en Boyacá. Tras una refriega de dos horas, la victoria favoreció al campo libertador poniendo en sus manos la totalidad del ejército español, comandado por el general Barreiro. Para ese momento ya había quedado atrás el Decreto de Guerra a Muerte, dictado el 15 de junio de 1813, como respuesta a la guerra de exterminio no declarada que llevaban a cabo las fuerza españolas.

En acto que lo enaltece, el Libertador envió al virrey Sámano, que se encontraba en Cartagena, un oficio en el que propone un canje de prisioneros para liberar a Barreiro y a toda su oficialidad y soldados. Al día siguiente, Bolívar partió rumbo a las provincias del norte y dejó encargado del mando supremo de la capital al general Santander. Sin que interviniera consejo de guerra o tribunal alguno, el militar colombiano ordenó ejecutar a Barreiro y a 38 de sus camaradas, algunos de ellos nativos del lugar. Mientras la instrucción se cumplía, Santander fue testigo presencial de la matanza. Su inhumana acción fue coronada con un baile en el palacio de gobierno, a pocos metros del lugar del crimen. Al enterarse, el Libertador dejó clara su posición en una carta en la que decía: “Nuestra reputación sin duda padecerá”.

Cambiando lo que deba ser cambiado, en el momento en que los miembros del Alto Mando Militar apoyan políticamente a Maduro y su revolución (colocándose así al margen de lo que expresamente establece la Constitución Nacional), y cuando integrantes de algunos de sus componentes reprimen violentamente manifestaciones pacíficas y legítimas de la oposición, ambos grupos se están inclinando de forma ineluctable por la herencia santanderiana. ¡Horror de horrores!

El discurso y comportamiento de Maduro y los militares que le son leales, los cuales siempre están vinculados con la muerte y el nihilismo, cavan sin remedio la tumba de la mal llamada revolución que, por añadidura, nunca ha sido bonita. Y lo mejor de todo es que, al mismo momento en que los líderes de ese desasosiego se aferran a su proyecto decadente y sin futuro, el movimiento opositor democrático tiene plena consciencia de que su acción cívica está derribando las puertas de la tiranía.


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