Que el crimen seduce o fascina no es, para la industria del entretenimiento, presunción especulativa, sino un axioma; de allí tanto thriller, tanto cine y tanta televisión salpicada de rojo: la teleserie Criminal minds, creada por Jeff Davis y producida por Mark Gordon para la cadena CBS, es paradigma de ese incontrovertible postulado. El serial, que versa sobre casos pesquisados y resueltos por la Unidad de Análisis de Conducta del FBI, fue estrenado en 2005 y ya tiene una docena de temporadas a cuestas –¡el crimen sí paga!–, se caracteriza porque sus episodios se inician con una frase célebre, que nos prepara para los acontecimientos que veremos, y concluyen, colorín colorado,  con otra memorable cita a modo de moraleja, una estructura narrativa que hubiese querido para estas líneas, pues éstas se refieren a fechorías perpetradas por siete hermeneutas de ocasión que esconden chuzos y hierros bajo la toga de una impunidad privilegiada por su condición de aquiescentes verdugos y, prestos a complacer a los titiriteros del gran guiñol escarlata, ponen el derecho al revés y se limpian el rabo con la “bicha”, el farragoso bodrio, ¡es lo que hay!, vindicado por el vicario de Castro, sin atender a sus cursilerías, como “la mejor Constitución del mundo”.

Pasemos a la frase que nos serviría de pórtico y devino en puente. La extraje de la última novela de Francisco Suniaga, Adiós Miss Venezuela y nos remite a una inquietud que el fabulador margariteño endilga a una mujer nombrada Anacmer, acrónimo de Asamblea Nacional Comunista-Mérida –tamaña ridiculez era frecuente entre ñangaras que le echaban un vainón a sus herederos bautizándoles con siglas de organizaciones o eventos de los que fueron partícipes–, dirigente de un ficticio aunque verosímil Colectivo Socialista de Mujeres: “Le costaba entender cómo, después de diecisiete años de proceso, había aún tantas militantes que no comprendían el valor estratégico y el contenido genuinamente revolucionario de ciertas formas delictivas”. Alude la camarada Anacmer Nadezhda (¿homenaje a la Krúpskaya?) a pillastres y malhechores de poca monta pertenecientes al lumpen proletariat, marginales improductivos y buenos para nada, pero, según Lenin, excelentes para meter miedo. No contempló el tovarich Vladimir Ilich, que la “justicia revolucionaria” pudiese ser administrada por abogados con prontuarios en lugar de currículos, sospechosos de forjar credenciales a fin de  arrogarse falsas cualidades y gestionar, desde el más alto tribunal del país, un esquema unipolar del poder público que facilite el ejercicio dictatorial de la función ejecutiva.

Esa fue la tarea encomendada al septeto que, en la sala constitucional, interpreta de oído partituras cubanas inspiradas en reliquias musicales del realismo socialista soviético. Con tan anacrónicas cadencias, la nación perdió el paso y la pusieron contra las cuerdas en la escena internacional o, mejor dicho, a la vocería que usurpa su representatividad y defiende las posturas totalitarias de un gobierno repudiado por más de 80% de los ciudadanos y que se sostiene mediante el poder de fuego de sus fuerzas pretorianas y el terror disuasorio de hordas hamponiles cooptadas para servir de “milicias revolucionarias” con licencia para tirotear a manifestantes indefensos, ¡disparen a matar, viva Chávez, muera la oposición! En la OEA, la república (in)madura se salvó por los pelos de un knock out, aunque perdió por decisión unánime (la pelea, porque la compostura hace tiempo que se extravió en boca de la canciller rodríguez, castigada con minúsculas), a pesar del histérico pataleo de Bolivia, Nicaragua y uno que otro cliente petrocaribeño para evitar que el organismo se pronunciara en torno a la crisis ocasionada por la conjura judicial, en marcha y no abortada del todo, que busca borrar al Parlamento del mapa político nacional. Lo insólito es que el zarzuelo Nicolás haya adjetivado de golpista a la mancomunidad hemisférica, sin reparar en que apenas un par de días antes de su pronunciamiento, timadores de bata negra, asociados para delinquir, produjeron un conjunto de adefesios jurídicos que lo facultaban para decidir sobre todas las cosas, y que, hasta en la Cochinchina, fue visto como evidencia del putsch que enterraba (definitivamente) a una democracia ya muerta a manos del eterno embaucador y sepulturero barinés.

El siete es número tenido por sagrado en diversas religiones, incluyendo la muy cristiana de occidente. Siete fueron las palabras que pronunció Jesús para exculpar a sus ejecutores –“perdónalos, señor, no saben lo que hacen”– y son parte de las siete frases que, se dice, articuló durante su crucifixión y motivan los tradicionales sermones de jueves santo que los caraqueños escuchaban en alguno de los siete templos de obligada visita pascual. Siete son los dones del Espíritu Santo, los cielos del islam, los brazos del candelabro ritual judío y los pecados capitales. Más profana es la recurrencia del venerado guarismo en cuestiones terrenales: siete eran los sabios de Grecia y siete son las bellas artes, las maravillas del mundo y las notas musicales; siete, los samuráis y los magníficos; los colores del arco iris y las vidas del gato. En fin, el siete tiene un amplio abanico de connotaciones y no podemos angostarlo en este espacio; sí podemos, sin embargo, preguntarnos si su carga simbólica no habrá influido sobre el legislador al momento de decidir cuántos jueces tendría la sala en la que, hoy por hoy, se decide a la cañona la suerte del país. Porque al igual que los enanos de Blancanieves, son siete los integrantes de la banda que se ocupa del trabajo sucio que entraña allanarle el sendero absolutista al gang cívico militar. Antes de lo pensado, aparecerán sus rostros en carteles de requisitoria fijados en muros, con la misma profusión que los panópticos ojitos del santón perenne, en los que se exhortará al pueblo a que los reconozca, como se procedió con los esbirros del perezjimenato. Adelantemos sus nombres: Maikel Moreno, quien preside el siniestro heptágono, Juan Mendoza, Arcadio Delgado, Carmen Zuleta, Calixto Ortega, Luis Damiani y Lourdes Suárez. Siete confabulados contra la carta magna que, a partir de una descocada interpretación de la Ley Orgánica de Hidrocarburos, determinaron que, mientras prosiguiese el “desacato” de la AN, ellos asumirían las competencias de los 167 diputados electos en diciembre de 2015 por casi 14 millones de votantes. Se trató, como sugirió el doctor Arteaga Sánchez –y, aquí sí, la cita va en el lugar prometido, aunque no a guisa de moraleja, sino de obvio colofón– de un asalto a “toga armada”. Por eso estamos en la calle. A pesar de los perdigones, las lacrimógenas y las balas.


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